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Boceto del artista de Plátanos, César Bustillo

“Era yo un río en el atardecer (…). Me atravesaba un río, me atravesaba un río…” J.L. Ortiz

El de Plátanos no es un río, es un arroyo. Pero no uno anónimo, sino el Arroyo encantado. A su vera corrió, como un afluente, la vida de César. Elemento esencial para la vida, el agua, evidencia, en su claridad, lo íntimo de quienes habitan la tierra y la constituyen morada.

Sólo aquí reflejarás mi alma”, escribió el artista sobre el espejo. Y no sólo allí sino en toda la extensión de su Taller / Morada – hoy Museo Municipal – que se presenta como un cuaderno de artista. Entrar es experimentar su presencia. Ya, el frontis, nos advierte que “Arte es la expresión universal de belleza siempre vigente”. Como puerta de galpón de terneros que fuera, su altura obliga a agacharse. Hay un aire de reverencia y cierta sacralidad que impregnó su estilo de vida. El piso de ladrillos, las paredes pintadas a la cal, la ausencia casi total de muebles describen su personalidad  mística.

La pared sur que se enfrenta al visitante lanza la pregunta: ¿Quién es yo?, que ilumina más que interrogar a quienes buscan conocer su vida. El impacto y el silencio son una consecuencia. Las paredes y las columnas hablan, no sólo por estar escritas en abundancia. Toda superficie se convierte en papel para expresar una idea, una emoción o una queja: “Humo pestilente de las fábricas, ¿por qué envenenas el aire de estos campos y echas a perder tantos corazones buenos?”. Quizá lo que descubrió Borges en esa “hora de la tarde, cuando la llanura quiere decir algo y nunca lo dice…”, es lo que enfrentamos al cruzar el umbral: “El hombre posee todo al darse todo”. No es común en los talleres de artistas que haya tantos portadores de textos. El ambiente se constituye en Obra.

“Fue en Plátanos donde por primera vez aspiré ansioso y su aire puro dilató mis pulmones, mi llanto se mezcló al canto enamorado de los grillos…”. En esa tierra y con el agua pura del arroyo el barro se hace rancho, morada. “Con agua de las entrañas de Plátanos enjuago mis manos y mi frente”, con ella, también, la harina amasada al calor de las manos preparan el pan y la historia que nos hace personas fluye en un curso de palabras: “Arroyo de Plátanos, tu fertilizas los recodos más secos de mi alma”.

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“El cuento es muy sencillo”, como dijera Mario Benedetti. Pero precisamente esa sencillez está preñada de un aura de inmensidad. Será que crecer mirando el horizonte infinito ensancha el deseo y orienta la conciencia hacia lo que es eterno. Y si hay algo que descubre la grandeza de las personas y lo que ellas producen, es el tiempo. En ese duro proceso de purificación, la intemperie nos revela aquello que es imperecedero. Nadie es “perfecto”, pero los mismos defectos, al ser elaborados, se ordenan en ese desarrollo y se van aquilatando hasta llegar a una síntesis. La que necesita la posteridad como herencia, como legado.

Los artistas se asemejan al material con que trabajan, en el caso de César hay una variedad desde la tela y el papel hasta la madera y la piedra. Del mismo modo son hijos de su tiempo, pero hay excepciones, ésta es una de ellas. Como muchos artistas de su generación que nacieron en familias económicamente acomodadas, podría haber disfrutado de algunos placeres a los que renunció con una austeridad en grado  ascético: “El arte exige la misma honestidad y la misma sinceridad que el amor, la bondad o el sacrificio”.

En el caso de muchos artistas su obra es lo que los sobrevive. En César hay algo más, son sus ámbitos, los espacios que él creó, territorio transformado, intervenido… Para comprenderlos es necesario pisar el suelo como un primer hombre: “El cerebro crea cálculos, el corazón ternura. El cerebro hace obreros, el corazón artesanos”. Ciertamente un punto crucial de su obra fueron los frescos del Hotel Provincial de Mar del Plata en los que tomó como tema principal “los vientos del país”. La obra de restauración de la Rambla, fue encargada a su Padre, el arquitecto Alejandro Bustillo. Éste solicitó a César el trabajo de pintura en el hall del Hotel Provincial. Compromiso que ejecutó ad honorem, en muy pocos meses y con la fuerza de un pugilista (deporte que amaba y practicaba a espaldas de su familia). Sin embargo, vientos de tormenta y pesar serían el fruto amargo de esa tarea, quizá el motor de la enfermedad que lo llevaría a una muerte temprana. Las obras fueron puestas en litigio y se generó una polémica de la que no hace mucho se revelaron los informes. Prestigiosas figuras de la intelectualidad opinaron y de modo condenatorio sobre los frescos. Lo cierto es que primero tuvo que “cubrir pudorosamente” algunos desnudos y finalmente la Comisión, formada ad hoc, los hizo tapar con telas. Los “juicios condenatorios” y los “silencios burocráticos” se clavaron como puñales en su experiencia sensible del arte. Entre los años 1949 y 1962 la incertidumbre sobre el destino de los frescos pesaba con profunda gravedad. El artista se refugió en la vida sencilla de su Plátanos natal, paraíso que necesitaba para sobrellevar la pesada carga de la existencia.

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Había nacido allí, en el Chalet “Los Claveles”, regalo de casamiento de los abuelos Ayerza, en la primavera de 1917 cuando del otro lado del mundo la revolución florecía con sangre y Europa se debatía aún entre el lodo y la pólvora. Ya en el siglo XIX, Francisco de Goya, casi sordo, había anticipado que “el sueño de la razón engendra monstruos”, pero los poderosos que movilizan las guerras, suelen ser, curiosamente, sordos al arte y a la vida. A la distancia de esas atrocidades, pero no insensible a ellas, César creció en una cercanía con la naturaleza que para él fue maestra. Aparentemente autodidacta como artista, creció viendo la labor paterna, en obras como el Banco de la Nación en Plaza de Mayo, el Llao Llao en Bariloche, el Monumento a la Bandera en Rosario.

El otoño de 1969 trajo la certeza que el artista esperaba:

Si supiera que en la otra orilla me será posible

oír el canto de los pájaros, gozar de amaneceres y atardeceres,

husmear los olores del campo

y ver a mis seres queridos me dejaría llevar sin pena.”

Su amigo del alma Gregorio Serventi, Goyo, viajó en tren a la Capital para el velorio llevando tres hojitas de plátano como ofrenda de despedida. “La más maravillosa corona de flores que recibió mi padre en su entierro”, fue el comentario de uno de sus hijos y que Ana María de Mena rescata en su bellísima “arqueología humana”.

El “Recinto” quedó al cuidado de Goyo, eximio adiestrador de caballos árabes de la estancia de los Ayerza, que protegió el lugar con entrañable ternura, como quien monta guardia ante un precioso tesoro. Con motivo del homenaje que la Secretaría de Cultura local realiza en 1999, la familia decide donar el predio al Municipio, reconociendo que es parte del acervo local. Liliana Porfiri, Directora de Patrimonio, documenta la intensa labor de restauración del lugar y de recuperación de la figura del artista. “Bustilleando”- neologismo que se fragua durante la tarea -, recopila en dos libros. la obra y el sentimiento del artista, su padre, el entorno familiar y el Plátanos de esa época que a poco más de 30 km. parecía el confín de La Capital envuelta en su trajín de progreso vertiginoso: “Hoy mi alma de fiesta está, lejos de la tentacular Buenos Aires…”

Lejos del bullicio, compartió con Guillermo Enrique Hudson – a quien admiraba – su amor por los pájaros:

Calandria que cantas,

Continúa cantando

sobre mi lápida, y

Resucitaré para oírte.

Que así sea, Maestro.

2 Comments
  1. Reply Gustavo Zarrilli 25 enero, 2022 at 8:42 pm

    Excelente!!!!!!!!!!!!

    • Reply DANIEL FARINA 29 junio, 2022 at 7:28 am

      Gracias Doc. Su palabra es un acicate maravilloso para el alma y la pluma.

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