El paseo El Conde, en la zona colonial de Santo Domingo, República Dominicana, comienza a despertar cuando el sol cae. Hoy, la extensa peatonal presenta una exposición de fotografías de Delphine Blast sobre una cartelería que días anteriores publicitaba actividades culturales y turísticas. Las fotos muestran a adolescentes con vestidos blancos, rostros cubiertos y leyendas como “C. 16 años. Quiere ser contadora” o “I. 14 años. Quiere ser actriz”. Los turistas pasan sin mirar. Pero sí les llama la atención las pinturas, esta vez con mujeres sin rostros, que cubren las paredes del paseo y nutren los numerosos Gift-Shop del lugar. Oscar, un “promotor cultural”, se acerca y explica: “Son pinturas haitianas, arte naif”.
—¿Por qué no tienen rostro?
—Porque los haitianos no tienen identidad.
Terremotos, crisis económica y sanitaria, dictaduras y el reciente magnicidio de su presidente, Jovenel Moïse, convierten a Haití en el país más inestable de Latinoamérica y el Caribe. Comparte con República Dominicana una frontera porosa de más de 350 kilómetros y se presenta como la única o al menos la primera alternativa de “escape” a las crisis. Según afirma Manos Unidas, más de 1 millón de haitianos y haitianas cruzaron esa frontera (500 mil según datos oficiales) para “integrarse” a una población de 10 millones de dominicanas y dominicanos. La política interpretó esto como un problema y la solución fue la más obvia y cuestionable: construir un muro y prohibir la entrada al país de mujeres embarazadas.
Así, cientos de artistas haitianos llevan su arte naif al país vecino convirtiéndolo en el producto de exportación más importante en un mercado con pocos intermediarios: del artista al cliente o del artista al vendedor callejero. Algunos medios locales consideran al naif como “el petróleo haitiano” que corre como río por un kilómetro del El Conde; otros, afirman que por esta razón “en El Conde se pierde la identidad nacional”: la disputa entre ambas naciones se juega también en el arte y el comercio en mil metros de peatonal.
En una de estas calles está Sonia. Ella atiende un mini Gift-Shop que debe tener tres metros cuadrados. Por 100 pesos ofrece pinturas de origen dominicano y haitiano. Se sienta sobre el suelo y clasifica: “Estas son pinturas tainas, estas son playas, estas son coloniales. Son nuestras -aclara- Y acá están las africanas: estos son mercados y acá están las sin caras”.
—¿Cuál es su significado?
—No tienen una raza definida —dice.
Me llevo una sin cara. Muestra a dos mujeres de un negro profundo, enfrentadas y mirando a un bebé también de un negro profundo. La escena se completa con un fondo de color óxido. La obra está firmada por J. Bossicur. Sonia toma el billete de 100 pesos (2 dólares) y se bendice con él haciendo la señal de la cruz. “La primera venta del día”, dice. “Al día le quedan pocas horas”, pienso.
Alex se encuentra en la vereda de enfrente y asegura que hoy ganó 1700 pesos con sus pinturas. “Aunque sea para la comida da”, dice. Sin embargo, advierte que “a veces se pasan 15 días sin vender nada. Pero uno está acostumbrado y sobrevive”.
Alex en realidad se llama Astromaquino. A diario realiza la “curaduría” de más de 100 pinturas que se extienden por 10 metros de calle y a 3 metros de altura, apoyadas sobre las paredes de un edificio que parecería abandonado. Esta exposición de arte al aire libre es el escenario preferido por los turistas europeos para sacarse una selfie.
Además de vendedor y pintor, Alex es miembro de la Asociación de buhoneros Calle El Conde. Los buhoneros son los vendedores ambulantes, callejeros. Dice que en total son 90: “Uno encima de otro. Es un basurero ¡Una vaina!”, se queja.
—Estamos luchando para que hagan una plaza de los buhoneros y nos metan a todos ahí.
—¿Eso conviene?
—Sí —dice Alex y explica —No nos vamos a mojar. No nos van a atracar y el municipio no nos va a desalojar. Comercialmente vamos a tener mucho más valor. Este es espacio público y si me reubican el comerciante ya no pelea conmigo.
Eso significa que Sonia ya no tendría un competidor “desleal”.
Alex explica que el lugar puede ser cualquiera y señala el edificio en cuya paredes reposan sus obras. “Nos pueden reubicar aquí”, indica. Y hace una cuenta rápida: “90 buhoneros somos muchos, pero si pensionan a 30 que están viejitos e indemnizan a otros 20, quedan 40, y cuarenta caben donde quieran”.
A causa de la pandemia y la guerra bajó la actividad en El Conde: menos turistas, menos comerciantes, menos pinturas. “Cuando hay turismo esto es rentable porque todo el que tiene una casa necesita un cuadro”, dice Alex.
A metros está Miguelina sentada sobre una silla de plástico blanca y manchada de óleos. Tiene 58 y pinta desde que tenía 15 años. La madre de Miguelina era haitiana y el padre dominicano. Está dando los últimos retoques a una pintura que muestra a una pareja caminando bajo un paraguas de colores, bajo árboles con hojas de colores y bajo una lluvia de colores. Todo se funde. Y se funde también en las manos manchadas de colores de Miguelina que ahora señala un cuadro.
—Ese es mío también. Yo pinto muchos animales. Ese es de elefantes. Esa pintura, no copia. Esa pintura, imaginación. Pinto para yo vender.
—Se venden muchas pinturas haitianas ¿no?
—Esas pinturas venden. ¡Y Dios mío que venden!
¿Y esas caras que no están? ¿Qué representa esa ausencia? Haití fue el primer pueblo de América Latina en independizarse, el primero en el mundo en declararse antiesclavista y antirracista, y tal vez el único que en su proclama revolucionaria de 1805 sentenció: “Desde hoy, todos somos negros”. Un mensaje que se sostiene y propaga 217 años después.
Más acá y más allá del paseo se multiplican los lienzos de artistas sin renombres que pintan para comer. Pintan en colores y, entre colores, el negro profundo de sus rostros prevalece. Ahí están, a cada lado del paseo. “Autodidactas”, dicen; sin recursos, sin técnicas, sin un movimiento artístico que los consagre porque, también dicen, hacen “arte ingenuo, primitivo”, pero en esa inocencia parece reafirmarse lo afroamericano.