Alan Pauls (Primera Parte)
Por Dolores Caviglia
Alan Pauls no desperdicia espacios. Cada vez que habla, que dice, que responde, espera. No quiere decir porque sí. Y por eso, una por una sus frases podrían ser estiradas, profundizadas hasta convertidas en una clase magistral del tema, de cualquiera de los temas. Dice tener unos 15.000 libros: la mitad está guardado en cajas, las paredes no le dan a basto para poner bibliotecas. De sus veranos en Villa Gesell a su amor por Berlín. De sus partidas de ajedrez a su particular método de subrayado.
Alan Pauls optimiza.
Es hijo de Axel y de Pina. Además, hermano mayor de Cristian, Gastón, Nicolás y Ana. También padre de Rita, que tiene 22 años, y de un varón que aún es un bebé. Nació en Colegiales, en 1959, vivió en varios barrios porteños y cree que nunca hubiera podido hacerlo en otro lugar. Le gusta moverse en bicicleta.
Dice que cuando escribe nunca piensa en el lector, que Ricardo Piglia fue uno de los escritores que más lo marcó (de hecho, también fue uno de sus primeros lectores) y que había una cierta biblioteca en su casa de la que sacaba libros aunque no era una colección de intelectuales.
¿Qué fue lo primero que escribiste?
Cuentos a los 12 o 13 años. Muy Ray Bradbury, muy cortitos, muy básicos: situaciones familiares, estaciones espaciales, platos voladores, colonias terrestres en Marte; la ciencia ficción más elemental.
En realidad, el principio del escritor es una decisión que toma otro. En este caso lo hizo mi madre, que tuvo la clarividencia de guardar dos o tres cuentos que yo había escrito porque sí. Escribir para mí siempre fue una cosa muy personal, muy privada, no institucional. Después, en el colegio, me interesé pero fue mucho más por la parte critica, pensar la literatura; pero la ficción, el gusto de la ficción, es algo muy privado, muy ligado al secreto, incluso a cierta clandestinidad.
Con el tiempo, volví a esos dos o tres cuentos que mi madre conservó. Me parece que el oficio de escribir es un poco este, el volver a lo que uno escribió más que escribir algo. Los corregí, los cambié. Tenía un delirio medio gráfico en ese momento: me gustaba mucho escribir pero sobre todo me gustaba escribir en el sentido material: la máquina de escribir, la tinta, la cinta, el grado de muesca que producía la tecla contra el papel. Es algo muy fetichista que todavía tengo, aunque la escritura sea cada vez menos material.
Esos procesos, esa intención de volver al texto para mejorarlo, esa especie de trabajo es una señal de que escribir es algo mucho más serio que de hecho sentarse y escribir. Escribir no era sentarse y que vinieran ideas; eso era expresarse, descargar, vengarse, lo que fuere; pero no era totalmente escribir. Se empezaba a escribir cuando se volvía sobre eso, cuando se transformaba en una materia para trabajar. Por lo menos en el escritor que soy yo.
¿Eras buen alumno en el colegio?
Se notaba que era más de la imaginación que de los números. Más de la reflexión que de la ciencia. Era buen alumno en el sentido que sabía que no tenía que tener problemas porque me iba a complicar la vida. No era alumno de 8 para arriba pero sacaba muy buenas notas en las materias que me interesaban y en las que no, zafaba. Nunca me llevé una materia. Quería disfrutar el verano. Había que invertir lo mínimo indispensable para zafar, para dejar el tiempo para las cosas que me interesaban.
¿Cómo pasabas los veranos?
Mientras estuve en la órbita familiar, como hijo de padres separados: enero con mi madre, febrero con mi padre. Enero campo en la provincia de Buenos Aires, muy hermoso, pero yo no era sensible a los encantos rurales en ese momento. El campo para mí era la obligación de la siesta por el sol insoportable. Febrero era más una fiesta: Villa Gesell, más libre, más aventuras.
A los 17 cuando empecé a viajar sólo o con mi novia, que después fue mi primera mujer, era más variado: el verano para mí es la playa, la vacación es la playa. Otra cosa puede ser muy buena pero no es una vacación. Meterme en una ciudad puede ser genial y mucho mejor, pero eso es viajar, no son vacaciones.
Mi playa favorita es Cabo Polonio, pasé diez años seguidos allí, gloriosos, de 2000 a 2010. Esa fue la última gran playa para mí. Implica pensar como loco, soy como un trabajador flexibilizado: trabajo todo el tiempo o no trabajo nunca. No llevaba computadora pero leía como nunca: 25 libros en 20 días. No hacía otra cosa que leer, tomaba notas. En la playa me desconecto de la vida burguesa urbana de contratiempo, del problema idiota, de la neurosis. No me molesta, no viviría en otro lugar que la ciudad. Soy bicho de ciudad y de ciudad muy grande. Me gustan las ciudades. Cuanto más insalubre, mejor.
Y si tuvieras que elegir otra ciudad en la que vivir, ¿cuál sería?
Berlín. Es la única ciudad que me ofrece un modelo nuevo: una proporción entre la dimensión de la ciudad y la cantidad de habitantes; es una ciudad grande que parece vacía. Berlín no tiene muchos habitantes, es una ciudad de la que la gente huye: no hay más que hacer que ser artista o investigador. No hay trabajo. No está la alienación del trabajo capitalista, de la competencia, del vértigo; es una ciudad de hippies, de ex hippies y de artistas. Y es una ciudad de turistas. Y eso hace que sea muy agradable porque hay todo y hay lugar para ver todo: nunca no hay entradas o lugar para lo que sea. La proporción oferta y demanda es perfecta para mí. Además, es muy ordenada y extraordinariamente libre, es bastante utópica en ese sentido: es como si hubiera llegado al punto exacto en que cada uno hace lo que quiere y a la vez logra un funcionamiento muy armónico, muy fluido.
Es una ciudad muy enigmática. Tiene la presencia de la oscuridad, del secreto, de la clandestinidad que viene del este comunista, y que en algún sentido fue borrado pero a la vez está muy presente como presencia histórica. Berlín es una ciudad híper capitalista, es el triunfo del capitalismo sobre el comunismo y a la vez ese capitalismo está totalmente presionado, amenazado, supervisado por una mirada comunista. Y eso hace que sea poco obscena, poco ostentosa. Las diferencias entre este y oeste son muy fuertes. Pero lo bueno es que el este presiona sobre el oeste.
Lo más lindo de Berlín es lo más modesto, lo más discreto, lo más croto: tiene una elegancia crota increíble. Es muy trash y muy elegante. Es enorme y es de bicicleta: es vivible en bici. Es increíblemente verde. Es un experimento muy raro: por ella pasaron las cosas más atroces del siglo XX, las vivieron todas, y el resultado de esa acumulación es una ciudad casi feliz.
¿Cuántos libros tenés?
Algo así como 15.000. La mitad están en cajas porque no tengo paredes para poner bibliotecas. Y la otra mitad, dispersa por la casa. No tengo una lista o archivo, tengo como una especie de mapa general, sobre todo de mi biblioteca hasta los 40, la más elaborada, la más gourmet, y la biblioteca que acompañó mi formación. A partir de los 40 empecé a leer de otro modo: más salteado, más jazz, leo pedazos de libros, leo más como un escritor, antes leía como una especie de escritor critico-académico o de investigador porque trabajaba en la universidad y enseñaba literatura.
A veces descubro que tengo cosas que no recordaba. Y otras, por culpa del Alzheimer que avanza y que provoca que uno vaya olvidándose de casi todo lo que leyó, o de todo, leo de nuevo con cierta inocencia libros que ya leí diez veces.
¿Hacés mucho eso de leer un libro más de una vez?
Son varios los libros que leí mil veces y lo sé porque marco mucho. Por mis marcas se puede reconocer cuántas veces los leí: uso diferentes colores o caligrafías en las anotaciones, modifico la estrategia para subrayar: antes subrayaba levemente, en otros casos que quería estamparlos con mis marcas. Hay épocas de subrayados más empáticos, más discretos, épocas de más escritos, de signos, estrellas, asteriscos, corchetes. Y en un momento también empecé a escribir en las últimas páginas.
Hay libros, como Roland Barthes por Roland Barthes, que los habré leído quince veces en mi vida y de todas quedaron marcas que podría reconocer. Los libros que me gustan mucho, que me hicieron leer, que me hicieron escribir son especies de palimpsestos. Hay libros de hecho que tuve que comprarme de nuevo porque mis propias anotaciones me bloquean el acceso.
¿Y qué anotás?
De todo. Deducciones a partir de un párrafo, asociaciones, objeciones, admiraciones, debates, signos de pregunta cuando hay algo que me parece desatinado, doble signo cuando es jugada pésima que lleva al desastre. Hay una época en que las anotaciones eran muy ajedresísticas: yo jugaba mucho y me gustaba el sistema de comentarios que había en la transcripción de partidas del ajedrez. Es un código muy estricto para calificar jugadas; entonces, lo transportaba a la lectura de los libros. También hay libros que tienen comentarios de cosas que son embriones de ficciones que aparecieron cuando yo tenía ese libro en la mano.
¿Hay libros que dejás de leer?
Sí, porque leer algo que no me gusta se me hace difícil. Una película sí puedo ver hasta el final aunque no me guste, entro en el pacto del espectador común aunque sé que no lo soy. Pero con la literatura me resulta más difícil, no me trago cualquier cosa. Tengo que tener algún tipo de compensación secundaria perversa para continuar. Están esos libros con los que me peleo todo el tiempo, me exasperan. Pero libros que no me gustan y sólo no me gustan los tiro.
¿Qué tenés que tener en la cabeza ya listo para sentarte a escribir?
Nada. No es listo, es al revés, tiene que haber una insistencia y una cierta apertura, un suspenso, un enigma. Pero algo tiene que existir para que me siente a escribir, tengo que sentir que hay una novela, algo que merece ser seguido. Y ahí se arma una serie. Es una insistencia, algo que te empiece a rondar, que no te abandona, que vuelve aunque estés haciendo otra cosa, es algo que no se agota. El asunto es escribir esas diez líneas y al día siguiente no escribir nunca más nada sobre eso. Pero al otro día una frase de todo eso te parece que merece desarrollarse. Ya esa insistencia te lleva a que una frase se expanda. Ahí podría haber el principio de algo.
¿Son muchas las ideas que no llegan?
Sí, muchísimas. Te diría que hay un momento en que me tentaba mucho convertirme en un escritor que sólo escribe ideas para cosas que nunca va a escribir. Una especie de escritor conceptual para decir al cabo de un año: escribí 250 ideas de novelas, 62 ideas de relatos, 20 libros de ensayos que nunca escribiré. Es un género lindo.
Escribís un diario…
Sí, llevo un diario y es un lugar muy genial para poner esas cosas. Es un estímulo. Es un género muy lindo. Pero hay una cierta vigilancia sobre la lengua que es de escritor y que aparece sólo en lo que quiero publicar. La actitud del diario es una actitud de intermitencia, creo que ahí está el placer: nada te obliga a continuar. Lo que dicta la continuidad es la propia existencia. No hay contratos. O el contrato ya está dado por la existencia. Cuando me siento a escribir una ficción, hay una cierta demanda de continuar. El diario es medio como la idea de lo absolutamente puntual, casi como escribir un haiku: que la anotación sea perfecta en sentido de justa, escribir exactamente lo que viste, lo que se te ocurrió, lo que escuchaste. Hay una cierta elaboración en el diario que no tiene que ver con la continuidad pero sí tiene una exigencia: para mí escribir un diario es escribir. Yo no me permito escribir mal, quizá escribo mal porque escribo mal, pero yo no me permito escribir y decir “bah, no me importa”. Me importa mucho. Muchas veces cuando releo en el diario una página de hace diez años y no me gusta, la reescribo. No falseo el hecho. Pero si no me gusta el modo, corrijo.
Comencé a escribirlo en los 90´. Lo tengo en la computadora. Es un diario de trabajo. Hay más ideas que frases del tipo “hoy en el subte me encontré con, lo vi demacrado, estará enfermo”. Hay de eso, pero en general porque algo de ese incidente me despierta algún tipo de diversión caprichosa, más como víspera de que se convierta en algo artístico.
¿Qué hacés cuando estás escribiendo pero no conseguís avanzar?
No tengo recetas. En general a mí me funciona no insistir. No salteo y sigo, interrumpo y me distraigo. Caminar me hace bien, salir de la casa. Hacer algo físico, pasear en bicicleta. O cortar con otra cosa: ver una película, cambiar de idioma. La embestida contra el problema no me da resultado. Más bien me parece que cuando uno deja, suelta lo que está haciendo y le plantea problemas, en la distracción, en la suspensión, aparece otro modo de mirar que lleva a una solución. La refrescada sirve; después te sentás de nuevo y ves de otro modo.
En general mis problemas no son estilísticos, más bien son problemas de ordenamiento, de arquitectura masiva, de montaje más que de prosa. Pienso mucho lo que escribo antes de escribirlo, corrijo antes de escribir. Buena parte del trabajo que hacen los escritores yo lo hago antes. Pero lo que escribo en término de frases es muy parecido a lo que queda.