La Paz, por Álex Ayala

Al borde del precipicio

LA PAZ
Por Álex Ayala

El periodista y fotógrafo boliviano Álex Ayala nos cuenta que, como por arte de magia, La Paz se pone en movimiento en apenas unos segundos y en plena madrugada florecen los portadores de oficios casi extintos. Desde soldadores hasta joyeros comienzan el día en una ciudad caótica que tiene sus reglas. Y para disfrutarla en toda su esencia uno debe sumergirse en ella con paciencia y sin anestesia. Para saborearla no hay que estar sólo de paso, dice. El que está de paso se queda con la imagen de las luminarias salpicando los cerros cada noche, pero no se detiene a pensar en los hombres y mujeres que subsisten casi en penumbras en los barrios de la periferia de la ciudad que orilla el precipicio y nunca cae.

La Paz, por Álex Ayala

 

De las construcciones más añejas de La Paz, los conventillos, estructuras húmedas y laberínticas llenas de puertas y de vecinos, salen algunos lustrabotas todas las mañanas embutidos en sus buzos de faena y cubiertos por pasamontañas que no dejan a la vista ni un milímetro de rostro. De lugares similares también se escabullen cada madrugada aquellos que encarnan oficios casi extintos: los soldadores, quienes con carbón, ácido muriático, estaño y un brasero recorren las callejuelas ofreciendo sus servicios a viva voz de esquina a esquina; los joyeros, enigmáticos, desconfiados, de mirada larga y pocas palabras; los hojalateros, capaces de armar en un segundo tenderetes grotescos repletos de artículos que acaban de fabricar y que suelen vender en unas pocas horas; y las tenderas, quienes en sus almacenes, iluminados precariamente con un foco, cultivan una personalidad un tanto extraña: ahorrativa y caprichosa, quejumbrosa y reaccionaria.

La Paz, por Álex Ayala

Gracias a ellos, como si se tratara de un engranaje perfecto, La Paz se pone en movimiento en apenas unos minutos: el malabarista entonces se debe a su semáforo, el oficinista a su trabajo, el alcohólico a su cartón de vino que parece matarratas, los locos a sus pasos cortos, rápidos y desorientados, el ladrón a las avenidas, donde es más fácil perseguir carteras, y el peatón a su andar zigzagueante y torpe para esquivar a la gente.

La Paz, por Álex Ayala

La ciudad, aunque caótica, tiene sus reglas. Y para disfrutarla en toda su esencia uno debe sumergirse en ella con paciencia y sin anestesia. Sólo el que permanece aquí lo suficiente es consciente de que en un mismo día le pueden sorprender las cuatro estaciones —frío inteso al amanecer, calor insoportable al mediodía, lluvias torrenciales por la tarde y vientos enmarañados durante la anochecida—. Sólo el que se mimetiza con su geografía sabe que las subidas y las bajadas nunca teminan —cuestas, rampas, escaleras—. Y sólo en que está realmente acostumbrado a las ruidosas marchas de protesta no reniega cuando alguna de ellas copa las vías principales en las horas punta.

La Paz, por Álex Ayala

Para saborear La Paz no hay que estar sólo de paso. El que está de paso se queda con la imagen de las luminarias salpicando los cerros cada noche, pero no se detiene a pensar en los hombres y mujeres que subsisten casi en penumbras en los barrios de las periferias; se queda con el rugido omnipresente de los tubos de escape de los buses viejos de transporte público y no se da cuenta de que, tras el volante, hay choferes con reúma que manejan durante jornadas interminables para hacer unos cuantos pesos con los que mantener a sus familias; se queda los museos, los mercados y las casas coloniales, pero no es capaz de imaginar lo que se oculta tras las casas de adobe y calamina de las laderas o tras las camas de cartón que los mendigos instalan en la acera.

La Paz, por Álex Ayala

El que está de paso simplemente pasa. Y regresa a su país con la sensación de  haber estado caminando a ciegas —días, semanas o meses— al borde de un precipicio.

La Paz, por Álex Ayala

FOTOGRAFIAS: Álex Ayala.

NUEVA YORK
Por Elvira Lindo

La escritora española Elvira Lindo descubrió que en Nueva York la imagen es tan poderosa que a veces las palabras no alcanzan. Allí vive seis meses al año y cada vez que asiste a su clase de yoga toma fotografías de la misma esquina, que siempre le devuelve sensaciones diferentes. “La manera en la que se mira acaba siendo la descripción más exacta de uno mismo”, deja escrito en este diario íntimo de su mirada.

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