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Las noches boca arriba

  Por Marc Caellas

El escritor catalán Marc Caellas repasa las camas en las que ¿durmió? el año pasado. Entre Barcelona, Bogotá y Buenos Aires se cuelan historias de insomnio, sexo y literatura.

Gràcia, Barcelona, España

Amanezco el primer día del año en mi cuarto de toda la vida, en el piso de mi madre, en ese ático desaprovechado que, como la Barcelona pre-olímpica, está de espaldas al mar. Antes de levantarme me congratulo por haber esquivado la previsible resaca tras la ingesta reiterada de cervezas, vino y gin-tonics a la que me aboqué la última noche del año. La cama no es la misma de toda la vida, la individual de niño reprimido, sino una doble, amplia, “para que vengas con quien quieras”, una cama para dos en una habitación individual cuya ventana da a un patio vecinal oscuro y oloroso. Con el cambio de cama desaparecieron también los añejos pósters adheridos a las paredes de mi celda de hijo consentido de clase media catalana. Luce mejor ahora el cubículo, recién pintado de blanco, sin rastros de un pasado insulso y aburrido. Sueño más que antes, o al menos soy más consciente de mis sueños en esta nueva cama rodeada de blanco.

 “A los ocho años me cambiaron de cama. Quedé en una cama de plaza y media, con respaldo alto de madera labrada. Flores de ensueño. Una cama Señorial, digna de una princesa semi adolescente. Y la cama -¡cuidado, no te pinches al subir!-, tenía como quien dice unos alambres del elástico salidos, y para trepar tenía que saltar como un carnero, o entrar por la parte de los pies, lo que me obligaba a estirarme, y me gustaba quedarme así, con las manos metidas abajo de la almohada, sin energía para continuar hacia adentro, el cuerpo descansando hasta el momento en que la relajación me diera frío, cosa que ocurría tardíamente, porque los niños siempre están largando temperatura.”

Inés Acevedo en Una idea genial.

Ensanche, Barcelona, España

Llego a la cama de un primer piso de la calle Marina sin contar con ello, sin esperarlo, sin tenerlo previsto. Tampoco me sorprende, tampoco me incomoda, tampoco me molesta. Después de año y medio de silencio, la catira acepta verme de nuevo ¿Nos reconciliamos? ¿Podremos ser amigos? ¿Follamos? De momento cenemos pulpo a la gallega en el Ramon, “por o como en los viejos tiempos”, bebamos Jameson en el Betty Ford, caminemos por las plácidas calles carcelonesas y terminemos en su cama, que en realidad es la cama de su amiga K., K. la rusa la llaman algunos, que es la cama en la que a menudo folla con mi amigo I., lo cual no deja de ser gracioso, curioso o absurdo. Duermo poco y mal en esta cama y despierto con resaca. Es un cuarto interior con ventana a un patio con poca luz. Un clásico en Carcelona. Alguien con más criterio debería escribir sobre la relación entre la falta de luz y el mal carácter. No están bien hechos los pisos del Ensanche. Cerdà se la pasaba en la calle y ahí sí lo bordó, pero de interiores poco sabía.

 “No estábamos enamorados, hacíamos el amor con un virtuosismo desapegado y crítico, pero después caíamos en silencios terribles y la espuma de los vasos de cerveza se iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía mientras nos mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo. La Maga acababa por levantarse de la cama y daba inútiles vueltas por la pieza. Más de una vez la vi admirar su cuerpo en el espejo, tomarse los senos con las manos como las estatuillas sirias y pasarse los ojos por la piel en una lenta caricia. Nunca pude resistir al deseo de llamarla a mi lado, sentirla caer poco a poco sobre mí, desdoblarse otra vez después de haber estado por un momento tan sola y tan enamorada frente a la eternidad de su cuerpo.”

Julio Cortázar en Rayuela.

Gràcia, Barcelona, España

Como tengo algo de jetlag paso algunas noches en mi cama conectado a internet. Dicen los que saben que en estas fechas (se refieren a las navidades) todos tus ex -al menos los que están solos- aprovechan para enviarte un mensaje. Añado yo que algunas, además, quieren conversar por Skype. Con mi ex argentina termino en una bizarra sesión de Cyber-sexo. Sexo por Skype. Sexo cibernético. Es como el Pornhub pero personalizado. Se quita la ropa mirando a la cámara de su computadora. Se toca las tetas. Se toca el clítoris. Intento no perder detalle mientras de reojo observo la pequeña cámara que me enfoca a mí. Me muevo para mostrarle mi verga erecta. Tengo un más que placentero orgasmo. Diría que mi ex también. Nunca puede estar uno seguro en estos temas.

 “Todas las mañanas me retuerzo en la cama, como en una pesadilla, pensando en lo muchísimo que no quiero a nadie.”

Philip Roth en El profesor del deseo.

Quinta Camacho, Bogotá, Colombia

Una excelente cama me recibe en Bogotá a mediados de enero. No es sólo la comodidad ni la medida disposición espacial ni la luz que se filtra entre las persianas de mimbre. Es también el cuerpo que la habita, la anfitriona de mis deseos, la dueña de mis sueños. A la mañana siguiente me despierta una orquesta de perros y, mientras, uno de sus solistas me lame la cara. Apenas son las seis de la mañana.

 “Antes que toda la esperanza muriera, tenía el sueño estúpido de que nuestra vaina se podría rescatar, que estaríamos en la cama juntos como en los viejos tiempos, con el ventilador puesto, el humo de la hierba mandilando sobre nosotros, y que al fin yo intentaría decir las palabras que nos podían salvar.”

Junot Díaz en La maravillosa vida breve de Óscar Wao.

La Planta, Ubaté, Colombia

La oscuridad es total. El silencio también, hasta que una ensalada de ladridos y gritos lo raja en dos. La mujer que canta salta de la cama intuyendo lo que puede haber pasado. Una batalla canina. Un conflicto perruno. No me levanto. Si pasó algo grave, ya es tarde para reaccionar. Sumémosle el frío y la conclusión es que esta cama es de esas camas de las que es difícil salir. Siempre hay una excusa que retrasa el momento de levantarse y de dejar atrás sábanas y mantas.

 “La mañana del día de corrida, cuando todavía está uno dormido, viene el miedo cautamente, y sin hacer ruido, sin despertarnos, se instala a nuestro lado en la cama. Cuando el torero se despierta es prisionero. La noche anterior, al acostarnos, anduvo ya rondándonos, pero con un poco de indignación y buena voluntad no es difícil espantarlo. Yo me duermo como un bendito las vísperas de corrida merced a un arbitrio sencillísimo: el de ponerme a pensar en cosas remotas que no me importen gran cosa. Como uno no tiene una imaginación extraordinaria he llegado a construir mentalmente una especie de película fantasmagórica, la misma siempre, con la que distraigo la imaginación hasta que me quedo dormido. Es una divertida sucesión de imágenes, que me entretienen y me apartan de pensar demasiado en el trance del día siguiente. Mi esperpento imaginativo me hace el mismo efecto que la nana a las criaturitas.”

Manuel Chaves Nogales en Juan Belmonte, matador de toros.

San Telmo, Buenos Aires, Argentina

Otra llegada/regreso a Buenos Aires. Duermo, seguramente por última vez, en esta cama donde Ayelén y Juan hicieron por primera vez el amor, allá por Rosario. La cama viajó a San Telmo y quedó instalada en el mismo cuarto que la prolija biblioteca de Juan, con todos esos libros subrayados hasta el cansancio, con esa mesa desde la que pergeña notas para todo tipo de suplementos y revistas culturales. Duermo bien en esa cama, una vez distraigo a un mosquito zumbador. Sueño bien en esa cama, una vez mi cuerpo se acostumbra al calor porteño. Esta noche ojeo la primera novela de Ariana y me excito. Decido no masturbarme.

 “Y así se levantó de la cama angosta en medio de la noche mientras yo seguía desnuda. Me había dejado una nota sin lírica. El comienzo del espanto seco. Algunas horas antes habíamos levitado, pero qué es al día siguiente la noche anterior. Salté de la camita con la boca descascarada. Abajo, los tres habían salido de compras. Cuántas veces entró y salió de mí, el aire del altillo hecho de miel. Cuántas veces el deseo rozó lo insoportable, la boca de una caimán abierta a más no poder. El río me arrastró y fui una rama seca.”

Ariana Harwicz en Mátate, Amor.

Belgrano, Buenos Aires, Argentina

Duermo en la cama de la pequeña Olivia, la hija de Maito y Martín, la niña que fue concebida en Caracas y que fui viendo crecer en Buenos Aires. Voy apartando almohadas, como en el cuento de la princesa y el guisante. Me quedo dormido entre mariposas de papel made-in-china y un resto de juguetes de niña consentida. Pienso en Maito, en su retiro zen, en su pasión por David Foster Wallace. En breve reestrenamos la obra que intenta, modestamente, hacerle un homenaje.

 “La excitación es intensa pero no específicamente genital. Yo me desnudo de forma práctica. No ceremoniosa ni apresurada. Irradio autoridad. Unas cuantas pollitas se escapan por el camino, pero muy pocas. Las que se quieren ir, se van. El encierro es muy abstracto. Las cintas son de satén negro, compradas por catálogo. A medida que se someten a cada orden yo respondo con frases como “Bien” y “Buena chica”. Les digo que los nudos son lazos dobles y que se apretarán automáticamente si intentan resistirse o forcejear. En realidad no lo son. En realidad no existe nada que se llame lazo doble. El momento crucial llega cuando yacen desnudas delante de mí, atadas de las muñecas y los tobillos a los cuatro postes de la cama. Aunque ellas no lo saben, los cuatro postes son decorativos y no son macizos en absoluto y sin duda se romperían si ellas forcejearan para liberarse. Les digo: “Ahora estás totalmente en mi poder”. Yo estoy de pie, desnudo, a los pies de la cama. Luego cambio deliberadamente la expresión de la cara y pregunto: “¿Tienes miedo?” Ese es el momento de la verdad. El clímax es la reacción de la gallina a esta frase. Al “¿Tienes miedo?” Lo que hace falta es un reconocimiento doble. Ella tiene que reconocer que en esos momentos está totalmente en mi poder. Y también tiene que decirme que confía en mí, que no tiene miedo de que yo la traicione o abuse del poder que ella me cedió. La excitación alcanza su punto máximo durante esta conversación.”

David Foster Wallace en Entrevistas breves con hombres repulsivos.

Belgrano, Buenos Aires, Argentina

La cama matrimonial de Maito es cómoda, muy cómoda. Duermo solo las siete noches. Apenas la del sábado me visita la rubia del sur y retozamos un rato, bajo la atenta observación de Lope, un perro bastante desagradable al que me comprometí a cuidar esta semana. A la rubia le gusta la literatura erótica, el vodka y el sexo sin complejos. Quiere ir a París a estudiar un postgrado. Me lee un fragmento de Lissardi, el escritor latinoamericano más cachondo.

 “Me pareció que estaba demasiado despierta, que no me dormiría. Pero no terminaba mi mente de articular ese particular cuando ya el sueño se filtraba y comenzaba a anegar mis humildes entendederas. Lo penúltimo que pensé fue que el gran mueble hermético de metal era en realidad su ataúd, que estaba ahí enfrente de su lecho, de su lecho de muerte, esperándolo para su último viaje, mar adentro. La muerte. Su muerte. Pero no está en edad de morir todavía. Con ella éramos ya tres en aquella cama. ¿No hay siempre por lo menos un convidado de piedra en el lecho de amor? Y así siguiendo hasta que la bruma me rodeó completamente y sólo hubo espacio para un último pensamiento: ¿no estaría fingiendo? ¿no aprovecharía de mi sueño para huir otra vez? Exploro su perfil cadavérico. La boca abierta, pero no ronca. Los globos oculares sobresaltados bajo los párpados cerrados. Sueña. No, no va a huir esta vez. En sus ojos había, junto con el temor, el deseo. Me mira como si fuera yo una alucinación. Ya no sabe cómo mirarme. Se va a quedar y va a pelear este partido. Mejor morir con honra que huir indignamente. Y así siguiendo. Y así sea.”

Ercole Lissardi en Una como ninguna.

Once, Buenos Aires, Argentina

En mi segunda noche rompo la cama. Sin mucho esfuerzo. Sin nadie más. Un pequeño movimiento y crack, se desmonta el futón. Intento arreglarlo y termino enredándolo todo más. Durante dos noches duermo con el colchón en el suelo. Parezco un refugiado de un conflicto africano o un escolar en un campamento de verano. Un día llega el carpintero, la desmonta y se lleva la parte rota para soldarla con cola. Regresa al día siguiente y en pocos minutos recupero mi cama. El colchón no es nada cómodo pero aún así consigo dormir.

«En el altillo improvisaron su cama: bastaron una colchoneta de playa, las mantas de duvet que usaban siempre y un par de almohadones. Se había acostado, se había desnudado en la cama y ella subió con dos copas de vino y un reloj de mesa sobre cuya esfera había vertido cocaína desmenuzada y bebieron y fueron inhalando la droga en breves aspiraciones mientras hacían el amor bajo la luz mutante de la pantalla del televisor.»  

Fogwill en Restos diurnos.

FOTOGRAFÍA: Ana Judith Haugwitz

 

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