Berna G. Harbour
Por Violeta Serrano
Hace menos de una década que escribe ficción. Leyó que Vargas Llosa se inspiraba en París, en Londres, en los cafés de los principales museos. Así que ella, bien joven, en sus primeras vacaciones se propuso hacer lo mismo y allá se fue, con la compañía de un cuaderno y una lapicera. Pero apenas le salía nada. Poco después renunció: conciliar trabajo y familia no es fácil para casi nadie, menos si eres mujer. Pensó que había querido ser novelista pero que aquel deseo se había transformado simplemente en un sueño irrealizable. De repente, con 45 años, resurgió. Comenzaba el verano cuando la escritura vino y estalló para quedarse, después de 15 años sin intentarlo siquiera. Se planteaba quién va a necesitar sus libros, si hay tantos, pero se respondió que la primera que los necesitaba era ella misma. Y así fue. Escribe, confiesa, para vengarse del mal que no le permite el periodismo. Para resolver lo que la verdad probada no resuelve, para sentirse mejor cuando la frustración ataca.
Su color preferido es el azul. Una de sus hijas se llama Lucía, encerrando en su nombre todas las letras de ese color que remite a alguna noción de esperanza y al mar. El Cantábrico, las olas que chocan salvajes contra su tierra. Santander, al norte de España, es su lugar en el mundo. “Yo siempre que vuelvo a Santander voy a una playa que da al norte. Es agreste, rocosa, donde los cangrejos se esconden. Ese es mi lugar: la Maruca. Una playa de pobres. Los ricos siempre iban al Sardinero.”
Berna González Harbour empezó a hacerse un lugar como corresponsal. Tenía poco más de veinte años. Cubrió conflictos tan relevantes del último siglo para Europa como la caída de la URSS, desde Moscú, o el conflicto del Ulster, entre otros. Llegó a ser subdirectora del diario ELPAÍS. Ahora, en la cincuentena, disfruta de su trabajo como responsable del suplemento cultural Babelia. “Cubrir conflictos fue muy satisfactorio pero muy duro. Esa etapa ya pasó: soy feliz con mi vida. No quiero estar más teniendo que salir mañana en un viaje inesperado. Eso fue fenomenal en su momento pero ahora no quisiera”, afirma.
Ha venido a Buenos Aires hace apenas unas semanas para participar del BAN. Trae un libro nuevo editado por RBA que no está más protagonizado por su personaje más famoso: “La comisaria Ruiz es la que vive en un mundo de hombres y se ve obligada a exhibir su eficacia constantemente mientras que ellos pueden preocuparse únicamente de exhibir su testosterona”. Ahora, de nuevo, las riendas del relato las lleva una mujer, pero la situación es otra: “Para esta historia quería un personaje inerme, solo, arrojado a la calle por su despido, por el paro, porque se le han acabado las certezas”.
El título y el contenido parten de una historia real. “Los ciervos llegan sin avisar es parte de una historia mía. Cuando empecé a conducir, era verano y volvía un sábado a Madrid. Plena claridad, no había ningún problema de visibilidad, era una recta y, de repente, veo un cuerpo tendido en la calzada y, a un lado, un camión derrumbado. El hombre era el camionero que había salido despedido atravesando la luna. Estaba moribundo. Así que me paré, le atendí, pero sin saber hacer nada. Él estaba en los estertores de la muerte –lo supe después-, con ese jadeo particular, ensangrentado e inconsciente. Yo no sabía qué hacer, simplemente recuerdo que le acaricié la cabeza. Le agarré la mano, le hablé y luego llegó la policía y dijo ‘Circulen, circulen’. Y me fui. Siempre se me quedó grabada la incógnita de si murió o no, de quién era, quién le esperaba, qué madre o qué padre, qué abuela, o qué hijo, incluso. Era joven, tenía una pinta muy noble. Siempre me quedé con esa duda y no fui capaz de buscarlo ni de averiguarlo así que lo resolví con una novela”.
Pero hay mucho más que un reflejo de una situación trágica particular. La crisis actual que vive España toma un protagonismo esencial y traspasa, como un rayo, los pilares de la novela. “En nuestro futuro nada está asegurado: ningún sueldo, ninguna hipoteca. En España todavía no hemos aprendido que hay que reinventarse. La gente está estancada, no sabe a dónde tirar.” En un punto, este es un libro que se adscribe a una larga lista de obras nacidas de una época incierta: “En tiempos de crisis la literatura gana. Los tiempos de bonanza no suscitan la creatividad. Las crisis sí suscitan más literatura y más arte”, opina.
¿Pero cómo se mueve una periodista experimentada en el terreno de la ficción? Para Berna González Harbour las diferencias de terreno son claras: “El periodismo es la foto de la realidad y la novela es el cuadro. El primero tiene una función de responsabilidad social: la información es un derecho de los ciudadanos. Tenemos que buscar aquello que los poderes quieren ocultar. La función social de la ficción es la que le quiera dar cada uno. Yo, personalmente, elegí la novela negra porque contiene tensión entre los poderosos y los que no tienen poder. Yo quiero contar las cosas que crispan de esta sociedad, las que no están arregladas, las que hacen daño. Para mí no se trata sólo de retratar la realidad sino de añadirle algo más que le pueda quedar al lector: rascar un poquito en el terreno de la moral y de los principios”.
Para ella la ficción es un espacio de descanso, de aliento: “El periodismo es pura verdad, probada, y es impotencia muchas veces porque no puedes resolver los casos. Por eso para mí la ficción ha sido una revelación: puedes vengarte de los malos, reírte de los miserables, etc. Puedes hacer lo que quieras: resolver lo que no puedes en la realidad. A mí eso me da una felicidad vital enorme: cuando vivo cosas frustrantes siempre pienso, bueno, ya lo sacaré en una novela”.
Y ahora, en los últimos tiempos, el escenario que rodea su vida diaria arde. Relaciona el presente de España y del sur de Europa con la gran obra de Mellville: “Moby Dick es el sálvese quien pueda. Es una novela terrible sobre la lucha por la supervivencia y la supervivencia individual. Nos queremos salvar todos pero si eso no puede ocurrir, me salvo yo. Es la lucha contra los elementos, contra lo incontrolable. Esa es la crisis. Salimos a cazar con arpón. Algunos sobrevivirán pero otros quedarán en el camino, sobre todo los mayores de 45. ¿Qué va a pasar con esa gente?, ¿y los jóvenes? Salir saldremos, pero no sé cómo”.
Hay, en España, algunos síntomas de que la siesta va terminando. El ascenso de nuevos partidos políticos al panorama nacional es un síntoma evidente: “En el 15-M fue fantástico que la gente por fin se movilizara, que se rebelara, no sólo contra los problemas sino contra la incapacidad de los políticos para resolverlos. Eso no murió: se fue transformando hasta que alguien supo vertebrar toda aquella energía que se había creado. Podemos ha zarandeado el panorama político y, aunque no comulgo con muchas de sus ideas, ahora eso me parece secundario. Lo interesante es que movió el tablero. Después, por esa misma puerta, entró Ciudadanos y ambos han forzado nuevas políticas a partir de su éxito en las elecciones municipales y autonómicas. Su presencia es muy positiva porque ha implicado medidas de regeneración democrática. Pero no ha terminado el cambio y no sabemos en qué va a desembocar. El tiempo de la transición ya pasó y hay que seguir hacia delante. Estamos en otro momento, con otras generaciones y con otros problemas.”
Pero hay un más allá de España, una situación tensa que urge resolver y tiene que ver con Grecia, con Europa y los ojos del mundo. Si Grecia dio su nombre a la Unión, ahora parece que ésta se permite un rapto indecente sin importar demasiado qué pensará el mundo, dónde queda la democracia y la voluntad de un pueblo. “Se ha impuesto una política europea que no está avalada directamente por las urnas. Europa ha cedido soberanía a organismos que no son estrictamente democráticos y esto es un problema que la Unión Europea debe resolver.” ¿Y Rusia? Ella que ha vivido desde primera línea las contradicciones de un país tan complejo como ese, concluye así: “Rusia tiene una relación interesada con Grecia, con el mediterráneo, pero en fin, Rusia hace cosas peores.”