Leonardo Padura

Delirio habanero

LA HABANA

Por Leonardo PaduraLeonardo Padura Fotografía: Iván Giménez

1. Para los cubanos, la ciudad de La Habana tiene nombre y carácter de mujer. Del mismo modo que otras viejas ciudades de la isla, como Santiago de Cuba -también Santiago, a secas-, o Camagüey -no por gusto llamado el Camagüey por sus antiguos pobladores- tienen un sabor y una proyeccción definitivamente masculinas, la capital del país siempre ha sido delicada, cautivadora y sutil, como una mujer tendida junto al mar.

Tal vez por esa intrincada y misteriosa femeneidad, La Habana ha sido, desde los días lejanos de su fundación, allá por 1519, una ciudad de muchos rostros, de infinitas máscaras y afeites, tras los cuales ha sabido -o quizás ha debido- ocultar su alma profunda, que solo se revela a través de la paciencia, la convivencia y el amor, como en los buenos y prolongados matrimonios.

Por eso La Habana siempre ha sido -y creo que siempre lo será- una ciudad múltiple e inabarcable, incluso para los que nacimos y vivimos en ella… Estratificada y difusa, caótica y extensa, empobrecida y majestuosa, esta ciudad que se ufana de sus esplendores pasados y alberga dos millones de personas, es como un laberinto de sueños y realidades, capaz de encantar a la primera mirada y de susurrarnos mentiras a los oídos, como las sirenas a Ulises, o como la simple mujer terrenal que siempre ha vivido en el espíritu de esta ciudad. 

Analía Silvera Cuba

2. No tengo la menor duda de que el rostro más atractivo y a la vez más engañoso de La Habana es su vieja zona colonial. Rodeada por algunas de las más impresionantes fortalezas españolas del Nuevo Mundo -los castillos de La Fuerza, el Morro, la Cabaña y la Punta, a uno y otro lado de la bahía-, poblada de sólidos palacios de piedra y de muy pocas y nada espectaculares iglesias, en el llamado «casco histórico de la ciudad» se desarrolla hoy por hoy una dramática lucha por la supervivencia y la salvación de la capital de la isla.

 Abandonada por la burguesía y el gobierno de la naciente república en las primeras décadas del siglo XX, durante más de 80 años La Habana Vieja vivió un decadente y, a todas luces, irreversible olvido. Mientras muchas de sus antiguas mansiones y comercios se convertían en tétricas cuarterías donde convivían varias familias en promiscuidad y pobreza, y algunos de sus palacios coloniales eran ocupados por indolentes dependencias del Estado capaces de alterar las fisonomías originales de unos edificios históricos, el entorno de la vieja ciudad fue decayendo y convirtiéndose en una especie de gueto, con sus calles estrechas y sus olores insultantes, donde se refugiaban solo la miseria, la insalubridad y el abandono.

A pesar de los reclamos de muchos habaneros ilustres, aquella situación de deterioro llegó a parecer trágicamente inapelable y el destino de La Habana Vieja se consideró decretado. Sin embargo, cuando más desalentadora y tétrica era la situación de la isla y de su capital, con la fortísima crísis económica que casi arrasa el país desde finales de los años 1980 tras la desaparición de los países socialistas del Este, la desesperada estrategia gubernamental de abrir las puertas del país al turismo occidental vino a traer una tabla de salvación para el achachoso corazón de La Habana.

Dirigida y planificada por la Oficina del Historiador de la Ciudad, que encabeza Eusebio Leal, el más empecinado y furibundo de los habaneros de hoy, el «casco histórico» comenzó a vivir desde entonces un proceso de rescate y renovación que, en muy pocos años, ha logrado -al menos en parte- limpiar y salvar varias de las bellezas arquitectónicas más impresionantes y maltratadas de La Habana.

Con los ojos puestos en encantar a los visitantes foráneos que por cientos la recorren cada día, pero con la intención más duradera de preservar un sitio que ha sido declarado incluso Patrimonio de la Humanidad, el proyecto de recuperación de La Habana Vieja, loable en sí mismo, se debate sin embargo en una de las contradicciones más agudas que hoy se viven en Cuba: la que impone el dólar, traido por los turistas y los cubanos que viven en el exilio, y tan lejano de la mayoría de los cubanos que residen en la isla. Por eso, mientras iglesias, plazas, monumentos y sitios de interés cultural son rescatados para bien del patrimonio espiritual de la nación, la vida cotidiana impone una frontera, invisible pero insalvable, que coloca lejos de las posibilidades de los nativos el disfrute de otras opciones vitales que surgen y se multiplican en la zona, tales como restaurantes, cafeterías, hoteles, tiendas de lujo en los que solo se entiende el lenguaje del dólar. Una especie de puesta es escena, destinada a atraer y complacer a los turistas se ha ido extendiendo entonces por todo este sector de la capital, aunque la escenografía es incapaz todavía de ocultar las acumuladas miserias y olvidos.

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3. Este doble rostro de la sociedad cubana, con dos mitades perfectamente diferenciadas a partir de la posesión o no de dólares , marca en la actualidad un modo de vida que recorre cada una de las acciones cotidianas de los cubanos. Porque mientras el gobierno garantiza un mínimo indispensable de productos, expendidos en el devaluado peso cubano, el resto de los bienes, servicios y hasta una parte importante de la alimentación debe sufragarse en dólares, aún cuando su precio nominal y aparente sea en pesos cubanos.

La caza del dólar salvador se ha convertido entonces, para la mayoría de los cubanos, más que en un modo de vida, en una estrategia de supervivencia.

En términos claros y precisos la situación podría describirse así: un ingeniero cubano, que trabaja para una empresa cubana, gana 500 pesos, en un país con un salario promedio de algo más de 200 pesos mensuales. Ese ingeniero, que tiene acceso gratuito a la educación suya y de sus hijos, y a la salud, recibe como cada ciudadano de la isla la llamada «canasta básica» -arroz, azúcar, algo de pescado, muy poco de carne, sal, algunos gramos de frijoles- que apenas significa unos 20 pesos mensuales, pero cuya cantidad y calidad está muy lejos de garantizar la alimentación de unas personas, que además deben vestirse, transportarse, pagar agua y electricidad… y completar su alimentación. Ocurre entonces que la ropa, los artículos de tocador y varios renglones alimenticios solo es posible adquirirlos en dólares o en su equivalente en pesos. Pero ahora bien, si se recuerda que el cambio oficial ha fijado el valor del dólar en 20 pesos y que un litro de aceite de girasol en los mercados en dólares cuesta alrededor de 2.40, un kilo de carne de cerdo en los mercados campesinos vale 40 pesos, que unas zapatillas baratas andan alrededor de los cinco dólares o que una bombilla eléctrica se vende en poco menos de un dólar… ¿cómo estirar los 400 pesos del ingeniero cubano -20 dólares- para suplir las necesidades más elementales de la vida moderna? ¿Cómo adquirir un televisor que cuenta 400 dólares, o sea, 8 mil pesos cubanos (el salario íntegro durante 20 meses del ingeniero)? ¿Quién puede comprarse una computadora personal o una de esas zapatillas Nike que rondan los 100 dólares?

La insalvable contradicción económica impuesta por la apertura cubana al turismo y la libre circulación del dólar ha creado, como era de esperar, diferencias sociales entre los que lo poseen por una u otra vía y los que deben conformarse con verlos pasar, orgullosos, verdes y distantes.

Varias manifestaciones muy visibles, a nivel social, ha tenido en la Cuba de los últimos años esta situación: desde el resurgimiento de una prostitución que se consideró erradicada del país y que funciona fundamentalmente en el mundo del turismo, hasta el éxodo de profesionales, a veces altamente calificados, bien hacia el extranjero o bien hacia las profesiones donde puedan hacerse de algún dólar. Es por ello, claro está, que no debe existir lugar del mundo que tenga taxistas más instruidos que los de La Habana, prostitutas más sanas y cultas, maleteros de hoteles más escolarizados, dependientes de restaurantes con más estudios superiores a cuestas. Tampoco habrá sitio en el planeta con más cazadores de dólares que «haciendo bisnes» (negocios más o menos ilícitos), tocando una guitarra o pintando folklóricos paisajes habaneros, que evoquen con más nostalgia su paso por las aulas universitarias.

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4. Quizás el mayor y más inexplicable de los muchos caprichos de La Habana ha sido su empeño en vivir de espaldas al mar, como si le temiera. Cierto es que por ese mar le han llegado algunos de los peores peligros: el pirata Jacques de Sores, que la tomó y la incendió en 1555, cuando apenas era un cacerío; la flota inglesa, que la invadió y la ocupó durante un año, allá por 1762; varios huracanes y epidemias, que a punto han estado de devastarla; lo peor y lo mejor de la cultura norteamericana, tan invasiva… pero también el carácter y la riqueza le llegaron a La Habana por ese mismo mar junto al cual se extiende la ciudad, sin atreverse a tocarlo.

Sin duda por esa contradictoria relación con el mar, uno de los símbolos más reconocibles de la capital cubana sea su Malecón, ese muro de concreto, sólido y divisorio, que desde el corazón de la bahía, en la parte antigua de la ciudad, corre por todo el litoral hasta las últimas estribaciones del Vedado, en lo que a principios del siglo XX fueran los confines occidentales de la villa.

Agreste por momentos, sin una sola embarcación que cambie la monotonía azul del mar, sin otra relación con el entorno que no sea el corrosivo salitre que lanza sobre la ciudad, el Malecón habanero es un desperdicio de belleza que nunca han sabido apreciar los nacidos en esta ciudad. Tan olvidado como La Habana Vieja, y en actual proceso de rescate, al igual que ella, el Malecón habanero tiene más de refugio que de paseo, más de final que de principio.

Concurrido por tramos, visitado por los habaneros solo en las noches más cálidas del verano, casi nunca disfrutado como mar -para qué, si hay magníficas playas 25 kilómetros al Este de la ciudad-, son muy pocos los puntos de esta extensa muralla marina los que tienen una vida propia y continua -la cual, por cierto, en los últimos años mucho tiene que ver con la presencia de los turistas europeos. Así, únicamente zonas precisas como donde en la actualidad se ha abierto una cafetería anexa a las oficinas de la FIAT, la parte más cercana a los hoteles Riviera y Cohiba, o la intersección donde confluyen la avenida del Malecón y el Paseo del Prado, funcionan como puntos preferenciales de encuentro entre los cubanos y los visitantes extranjeros y suelen tener una intensa vida nocturna que, como era de esperar, generalmente revelan el rostro más oscuro de la ciudad: el de sus prostitutas -las ya célebres jineteras- y prostitutos -conocidos como pingueros-, los traficantes de tabacos falsos, los marginales de diverso tipo y los cazadores de dólares de todas las layas.  Aunque justo es decir que no todo lo que allí confluye proviene de esas playas: cuando el calor aprieta y no hay otro sitio donde ir, los habaneros copan el muro del Malecón como el último refugio posible, justo donde empieza o termina su ciudad.

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5. Pero La Habana es mucho más que el escaparate brillante y a la vez miserable que suelen ver los turistas: es mucho más que el renacer y la miseria de La Habana Vieja, la majestuosidad decadente del Vedado, las mansiones de Miramar, la fauna de luchadores de dólares agazapados en el Malecón, el ron, el mar, las mulatas hermosas y el calor. Como toda ciudad viva y como el organismo femenino que es, La Habana esconde muchas de sus intimidades y verdades en sitios donde la vida suele ser mucho más real. No mejor ni peor: exactamente más real.

En los diversos barrios de la ciudad alejados del tráfico perturbador y salvador de los turistas, se vive una vida no menos dramática pero más esencial, que es la de La Habana verdadera. Desde Guanabacoa a Mantilla, desde Luyanó a Buenavista, desde Santos Suárez a Santiago de las Vegas, bulle una humanidad que se empecina en tener una vida lógica y digna. Asediada de dificultades y carencias, de la misma necesidad de dólares que recorre a toda la sociedad cubana, esa otra Habana tiene ingenieros que trabajan por 500 pesos, muchachas que no se prostituyen, médicos que curan y hacen guardias en sus hospitales, y muchas personas que aspiran, algún día, a tener un televisor en colores sin necesidad de vender su alma al diablo.

Infinita y diversa, taimada y engañadora, hábil y bella, La Habana es una mujer que vive tiempos difíciles, y a la vez que vende en los mercados una parte de su amor, esconde otra parte -quiero creer que la mejor- para salvar esa alma femenina de una ciudad de poetas, pintores y músicos, y de gentes comunes y corrientes que alguna noche de verano deciden andar sin rumbo por La Habana Vieja y paliar el calor sentados en el muro agreste del Malecón.

 Fotografías Cuba: Analía Silvera.

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