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Morir zapateando: Carmen Amaya

Por Raúl del Valle

 

1.    Devenir huella

Al final de la Rambla de Barcelona, ya casi llegando al mar, en el poyete de mármol de los números 22 y 24, pueden observarse cuatro pequeños cráteres, dos en cada portal. Son la huella del incesante taconeo de las putas que, durante inviernos e inviernos, han esperado allí plantadas la aparición de algún cliente. Sería algo así como la verbalización mineral del frío, el vergonzoso ideograma que, a modo de espejo, ofrece la imagen de uno de los aspectos más sórdidos de la sociedad occidental.

Podrían interpretarse las huellas como la fosilización de un acontecimiento. Un dinosaurio atraviesa una llanura de roca volcánica que aún no se ha enfriado del todo y el negativo de sus pezuñas queda grabado en la superficie de la piedra como una especie de recuerdo fosilizado de aquel paseo seguramente desesperado por una llanura poco antes incandescente. Toda huella es una excusa para la reconstrucción.

Un par de kilómetros al norte de esos cráteres, en el desaparecido Somorrostro,  nació Carmen Amaya. Eran los principios del siglo XX y aquel espacio de Barcelona no era más que un poblado de barracas hacinadas sobre las sucias y malolientes arenas de una franja de playa donde iban a desembocar los fétidos desagües de una ciudad que entonces vivía de espaldas al mar, en palabras de la escritora Ana Maria Moix. Ahí, entre el mar y las vías del tren, Carmen aprendió a bailar con cuatro o cinco años siguiendo, según ella afirmaba, el ritmo de las olas.

Nunca pisó una academia, ¿para qué, si ya la tenía en casa? Su padre era guitarrista, su madre y su tía, bailaoras. Aprender de ahí las estructuras de los cantes y los bailes flamencos era cuestión de esponja. Pero su baile era sorpresa. Una fuerte personalidad salía a la luz cuando, acompañada por su padre, recorría las tascas y colmados de la Barceloneta para ganarse el pan. Bailó siempre, no supo hacer otra cosa. Quienes la vieron hacerlo afirman no haber visto nunca nada parecido.

 

 

 2.    Carmen y las sardinas

Diferentes hitos marcaron su devenir artístico-vital después de aquella primera etapa bailando por los tugurios de la Barcelona más canalla. El primero, quizá, fue su actuación en la Exposición Universal que se celebró en la ciudad en 1929 y las entusiastas crónicas que de la actuación escribiera Sebastià Gasch, prestigioso crítico musical del momento, que la catapultaron al estrellato en forma de giras por España y la participación en el rodaje de un par de películas.

El segundo hito fue la Guerra Civil, cuyo estallido la encontró actuando en Valladolid, desde donde consiguió cruzar a Portugal y, de allí, partió hacia Buenos Aires, siempre acompañada por su familia y su compañía –que venían a ser la misma cosa-, como una tribu nómada paseando por el mundo su arte y su forma de vivir. Después llegó la gira por Norteamérica, lo que le obligó a pasar 20 días en La Habana aprendiendo a firmar –cosa que no había hecho jamás hasta entonces- como condición sine qua non para poder entrar en EEUU.

De entre todas las fantásticas historias que en esos viajes se dieron, sobresalen dos anécdotas que ilustran bien a las claras el carácter de la bailaora. La primera transcurre en la Casa Blanca, donde Carmen Amaya acude a petición del presidente Roosevelt para realizar una actuación privada en pago por la cual el máximo mandatario de los Estados Unidos le regala una chaquetilla bordada en oro y con pedrería incrustada. En cuanto llega a su hotel, la bailaora pide unas tijeras, corta la chaqueta en tantos fragmentos como mujeres hay en la compañía y les da uno a cada una.

La segunda tiene que ver con la caja de sardinas que el capitán de un barco mercante español le regaló a Carmen Amaya y que ella misma se encargó de asar con ayuda de un hornillo en la suite del Waldorf Astoria en la que se alojaba, uno de los hoteles más lujosos de Nueva York. Al parecer el olor de sardinas y las cinco estrellas no hacen buenas migas, por lo que la dirección del hotel les conminó a que abandonaran el establecimiento.

Esa forma de rebeldía que la hizo moverse por el mundo de la misma forma que se hubiera movido en el salón o el patio de su casa puede encontrarse también en su baile, donde, si bien respetó la estructura de cada uno de los palos, hizo en todo momento lo que su cuerpo le dictó sin atenerse a normas ni respetar ningún tabú. Claro ejemplo de esto es el taconeo. ¿Cómo de grande sería el cráter si Carmen Amaya hubiera zapateado todo lo que zapateó en su vida sin moverse de lugar? ¿Habría conseguido llegar al infierno?

 

3.    El flamenco o la ciencia del cuerpo sufriente

En la fraseología flamenca abundan las sentencias lapidarias que entrelazan el cante con el dolor y la tragedia. “Cuando canto a gusto me sabe la boca a sangre”, dijo en la década de los 70 Tía Anica la Piriñaca, una gitana de Jerez que seguramente nunca había leído a Lorca. El que canta bien por soleá tiene un agujero en los calzones, dijo Pepe Marchena. El que mejor canta es el que más fatigas ha pasao, el que no ha pasao fatigas no puede saber cantar, suelta un lapidario Manuel Agujetas.

Los cuerpos doloridos se ensimisman, desvían su atención hacia el interior, se enfrascan en una conversación íntima e intransferible que rara vez es útil o productora de significado. Y precisamente en esa falta de utilidad es donde cifra el antropólogo William Washabaugh gran parte de la capacidad subversiva del flamenco, su naturaleza de trinchera:

La “inutilidad” del cante es su desafío más punzante a un orden institucional opresivo que exige que las expresiones sirvan a propósitos comunicativamente útiles y que actúen como mediadoras en las relaciones sociales comunales o competitivas. El quejío inunda el suelo con la “maravilla” de un cuerpo malogrado, dejando a los espectadores atemorizados y aturdidos, elevando los niveles de conciencia y produciendo estímulo. El quejío da más placer que significado.

 

 

4.    Formas de cavar una trinchera

Peculiaridad del zapateao dentro del baile: consiste en un juego sonoro que se efectúa por la percusión de las puntas, tacones y plantas de los zapatos contra el suelo por lo que se le llama también taconeo  y en la actualidad es una de las señas de identidad del baile flamenco, tanto de hombre como de mujer; y no es baladí la distinción de género si tenemos en cuenta que hasta que Carmen Amaya, con sus taconeos prodigiosos, indujo a las mujeres a imitarla, en el baile flamenco el zapateao era un técnica exclusiva de los hombres. El poeta Jean Cocteau, después de verla bailar, la comparó con el sonido del granizo contra los cristales. Garabato de fuego, la llama Juan Marsé en un artículo titulado ‘Las formas inmortales de la hoguera’.

La velocidad de sus zapateaos es una genuina consecuencia de su forma de bailar, para muchos la interpretación más violenta y de mayor fuerza que se ha hecho del flamenco,  y no un mero –aunque meritorio- ejercicio gimnástico. Sus movimientos tenían una extraña electricidad, como si tuviese prisa por llegar a un sitio que no existe, como si el mundo le quedase pequeño y se hubiese empeñado en cavar con los pies su propia trinchera, un lugar en el que pudiera seguir siendo ella misma.

 

 

5.    A baile o muerte

Carmen Amaya vivió toda su vida atenazada por la enfermedad: sus riñones no habían acabado de desarrollarse del todo y no alcanzaban a depurar las toxinas que el funcionamiento del propio organismo genera. Esta función de filtrado no la hacen los riñones en exclusiva, la sudoración también contribuye a desenvenenar al cuerpo de sí mismo, pero en condiciones normales los riñones filtran el 98% de esas toxinas, mientras que la sudoración se encarga del 2% restante. Si Carmen Amaya bailaba como bailaba, con esa violencia y esa rabia, lo hacía como una imposición de su enfermedad, sólo sudando cada día como para llenar tres o cuatro palanganas, podía la bailaora aspirar a tener la sangre mínimamente limpia en una época en la que no existía la diálisis. De ahí no sólo su forma de bailar sino también su stajanoviana presencia en los escenarios: en Nueva York hubo una época en la que hacía nueve pases diarios.

Pero la función de los riñones no es sólo la de filtrar la sangre, también actúan como órganos secretores de, por ejemplo, Vitamina D, que es la encargada de fijar el calcio a los huesos, por lo que los pacientes con insuficiencia renal tienen graves problemas de descalcificación ósea; sus huesos son frágiles, se les producen microfracturas con frecuencia, aprenden a convivir con el dolor. Carmen Amaya vivió en un oxímoron permanente: si no bailaba, moría, pero bailar le resultaba terriblemente doloroso. Su respuesta fue bailar, claro, y crear con su cuerpo esa caligrafía sufrida y vital que siguió practicando hasta pocos días antes de morir.

En 1963 Carmen Amaya volvió a España, ya muy enferma, para participar en el rodaje de Los Tarantos, adaptación de Romeo y Julieta a lo gitano, donde interpretó el papel de la madre de la novia. Tenía 50 años, un paciente con su patología y en aquella época, rara vez pasaba de los 35. El baile le había permitido alargar su existencia pero en ese momento ya el dolor era tan grande que apenas le permitía bailar. En noviembre murió en su casa de Begur –una casa casi sin muebles que parece más bien una chabola cómoda que un chalet en la playa-. Pocos días antes le pidieron que bailara en un acto benéfico para recaudar fondos con objeto de iluminar el castillo de Begur y ella, contra los consejos de su médico, bailó, fue la última vez que pisó un escenario. Ni siquiera pudo acabar su actuación.

 

 Fotografías: Dina J. Fernández

 

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