“Hay un mundo para todo nacer (…) nacer y no hallarlo es imposible”,
Macedonio Fernández.
“El diario, “género psicótico”, negación de la realidad, puente levadizo y tabla de salvación”,
Ricardo Piglia.
¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor?, apunta Ricardo Piglia en las primeras páginas de Los diarios de Emilio Renzi, Años de Formación (Anagrama, 2015). A partir de ese interrogante, surgen otras múltiples preguntas entre la lectura de éste y su segundo tomo –Los años felices (2016)- y el visionado de la película 327 cuadernos (2015), de Andrés Di Tella, quien intentó reflejar o recrear el ejercicio del escritor ante un cuaderno marca Congreso, tapa negra de hule, de 100 páginas a rayas, durante cerca de 60 años.
Preguntas que se han hecho -con o sin respuesta- escritor y director. Preguntas que se me amontonan mientras leo y veo. ¿Cómo y para qué escribir un diario? ¿Cómo reescribir y editar el propio diario? ¿Cuál es el presente de un diario? ¿Cuál es el límite entre vida real y ficción, experiencia y literatura? ¿Cómo llevar el papel al mundo de las imágenes? ¿Cómo filmar el diario de un escritor? ¿Cómo despedirse del amigo escritor?
A 7 meses de la muerte de Piglia, escribo estas líneas intentando desentrañar el recorrido que hicieron ambos -escritor y director- en el sendero de dar forma a esos 327 cuadernos, tanto en el papel como en la pantalla (326, supuestamente, aunque Piglia nunca los contó, ya que uno se quemó en el camino del libro al filme y -para prueba, memorabilia o futura subasta- el director guarda sus cenizas).
Volver atrás y recorrer la propia vida no es sencillo, advierte Ricardo Piglia en el comienzo del documental (o diario cinematográfico) que ensaya Di Tella y, sin embargo, se compromete con el director hasta el final. Aún pese a la esclerosis lateral amiotrófica declarada al poco tiempo de su regreso de Princeton, que lo apaga poco a poco y que trastoca, pero no detiene el desarrollo de la película.
El joven que en sus años de formación no paraba de escribir -sin queja, pero a conciencia- sobre su procastinación, su tendencia voraz a posponerlo todo, a que otros elijan por él, fuerza la máquina y no posterga. Quiere terminar la película. Quiere ver el final. Con un particular sentido del humor, con cierta coquetería: “a medida que va pasando la película, el tipo está cada vez más arruinado, pero nada más porque se dedica a actividades que no están previstas en el guión”, bromea Piglia en el making of de la película, que Di Tella incluye en el metraje.
El diario como experimento, como laboratorio
A sus 29 años, Piglia escribe en un cuaderno que “el diario es como un sueño, todo lo que sucede es verdadero pero pasa en un registro tan condensado, tan cargado de sobreentendidos, que sólo lo puede entender el que lo escribe. La literatura tiende a ir ahí: su campo es la escritura privada, que se ilusiona con la idea de que está escrito para que nadie lo lea”.
Hay un sueño recurrente en los diarios de 1965. Un incendio intencionado en el que se queman sus libros y sus cuentos. Entonces escribe que no se trata de la fábula de quien quema sus papeles para que no sean publicados, pero en el filme se afirma en la intención de destruir todos los cuadernos porque, una vez reescritos y editados, ya no tiene sentido guardarlos, a riesgo de que alguien, cuando ya no esté, haga otra cosa con ellos. El sueño, la fábula, se convierte en símbolo en esa escena que debió haber sido la última del filme: el rostro de Piglia, su mano, un fósforo, un cuaderno y el sonido del fuego quemando las hojas.
A contramano del sueño repetido, Piglia elige publicar, dar a conocer su vida tal cual es. Experimenta con el género y alguna clave de cómo hacerlo se esboza ya en su diario de 1965: “entré en mi autobiografía cuando pude escribir en tercera persona”. Donarle la experiencia al otro. Hablar a través del otro. Piglia a través de Renzi. Di Tella a través de Piglia. “Ser ventrílocuo -dice Di Tella-, como Chasman y Chirolita”. Imagen kitsch la del escritor sentado en las faldas del director, con su cabeza de papel maché y su sonrisa articulada; que se torna más bella en ese fotograma del escritor en primer plano, sentado a la mesa de su casa, proyector y director detrás de sí, su mirada congelada de emoción en la pantalla, al ver pasar las imágenes. Di Tella le muestra la película casi terminada y Piglia siente que tienen una poética afín.
En las tres partes de Los diarios de Emilio Renzi –Años de formación, Los años felices y Un día en la vida (a la venta desde el 13 de septiembre de 2017)-, Piglia dona su vida al personaje que ha construido a lo largo de sus libros para provocar cierto desconcierto en quien lee su vida tal cual es, encarnada en otro. Si tantos años pasó preguntándose (con más insistencia en Los años felices) por el sentido de publicar unos diarios que empezó a escribir a sus 16, cuando su familia se mudaba a hurtadillas a Mar del Plata, en ese viaje que el adolescente Piglia vivió como un exilio, en algún punto encontró la ruta y lo confiesa como secreto frente a la cámara: “tengo la fantasía de publicar los diarios como los diarios de Emilio Renzi (…) no sé si voy a tener el coraje de hacerlo”.
“El diario de la lectura de un diario”
Cuando escribe sus diarios, Piglia revisa los de otros autores y se queda con aquellos que más le apasionan: “para mí sólo valen los diarios escritos en contra de uno mismo (Pavese, Kafka). En mi caso, lo que más encuentro son momentos que hubiera querido –leídos hoy- vivir de otro modo”. Tal vez por eso dice en un momento del filme que no le gusta nada de lo que lee en sus cuadernos. Aunque también confiesa entre páginas que, si no hubiese empezado a escribir sus diarios, no habría escrito nada más, e incluso se pregunta si esto será lo mejor que habrá escrito en su vida.
Cuando se pone a armar el rompecabezas de los cuadernos de Piglia, Di Tella tiene dos documentales sobre escritores en mente. Por un lado, su anterior incursión en la vida y obra de Macedonio Fernández. Hay fragmentos de Macedonio en este metraje, con un Piglia joven en busca del autor, pero también hay imágenes nuevas que evocan aquel trabajo conjunto: esa ruta a oscuras rumbo al exilio del aspirante a escritor se asemeja al túnel del subte (metro) que se acerca a la figura de Macedonio; y los propios cuadernos, como los cuadernos de Macedonio, que su hijo muestra y que también mezclan vida y literatura. Y, por otro lado, el diario cinematográfico que rodara el escritor uruguayo Enrique Amorim, con imagen y presencia de sus amistades literarias (Borges, García Lorca, Marta Brunet), con imagen y ausencia de otro amigo, Horacio Quiroga, que aparece en fotos, posiblemente porque la película fue rodada poco después de su muerte. ¿Cómo rodar una película que es, a la vez, la despedida de un amigo? Amorim parece darle pistas.
La película comienza como una posible explicación de la construcción de los cuadernos de Piglia y se convierte en una metáfora sobre la ausencia inminente del escritor. El recorrido que hace la película es, en cierta forma, símbolo de lo que le está pasando a Piglia.
Comienza con su voz. Su voz que narra anécdotas y remarca las eses finales. Luego da paso a imágenes encontradas (footage de recortes de noticieros nunca televisados, películas caseras de otras familias, que pretenden ilustrar los diarios de Renzi algunas veces con más pulso que otras), la imagen muda de sus amigos al estilo Amorim, la letra de Piglia en la voz de Di Tella pero pasada a tercera persona. Y, al final, vuelve a un Piglia en claroscuro que disimula sus limitaciones, a su voz que se transforma, se pierde, pero insiste en la lectura de los pasajes de esos cuadernos negros. A su mano que recorre papeles, fotos, postales y estampas guardadas entre páginas. Hasta la escena final, el fuego y el silencio.
“No me interesa lo que ocultan los recuerdos sino la intensidad inolvidable de la imagen que se refleja en la memoria como una cicatriz”, enuncia Piglia en una conferencia en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y esta reflexión apela directamente a la intención del director de despojar a la película de datos biográficos para que las imágenes hablen por asociación de la partida de Piglia.
El plano favorito de Di Tella en el filme es ese en el que Piglia escribe. Durante algo más de un minuto, sólo vemos su rostro mientras escribe en un cuaderno. Sus anteojos negros. Su gesto sobrio. Su lunar en la sien. Levanta la lapicera del papel. Y sentimos el suspiro. ¿Cómo no amar esa secuencia? Acaso acabamos de presenciar un momento de creación. Acaso así se filma la vida y muerte de un escritor.
Mis listas de Piglia
A Piglia le gustaba hacer listas. En sus diarios hay una propensión a las listas. Listas como una forma, dice Piglia, de no pensar, de sacarse las ideas de la cabeza. Amor, sentido de la vida, política, fútbol, teatro, cine, literatura.
A Di Tella le gusta recrear esas listas. Selecciona elementos de los cuadernos y arma sus propias listas. La vuelta de Perón, la muerte del Che, el ERP, las mudanzas, los noticieros, los pájaros, los lugares de la ciudad que se repiten en los diarios.
Me inclino a hacer mis propias listas de los cuadernos de Renzi (de Piglia). Listas que no aparecen en la película, quizás porque para Di Tella el dato, la información, es “el enemigo del documental”, según le dijo a Patricio Pron en un coloquio en Casa América, pero que a la lectora que soy le ayudan a dibujar un esquema de una vida de escritor que va más allá de la cronología de sus diarios. Listas de piezas que se repiten, porque para Piglia “las repeticiones son uno de los elementos más importantes en la vida”.
Las mujeres que pasan por su vida.
Las mujeres que marcan su vida.
Las amistades que crecen a la par de él (muchas de ellas ahora reconocidas figuras de la literatura y arte argentinos. A veces, nombre y apellido. Otras, nombre + inicial de apellido).
Los bares que elige para escribir y encontrarse con amigos.
Las direcciones de los departamentos y pensiones que habitó y aquellos de los que huyó.
Las revistas literarias que emprende.
Los libros que lee, disecciona, reseña.
Los libros que ha comprado, alquilado, robado, prestado.
La cantidad de veces que va al cine.
Las frases que comienzan en “como siempre”.
Sus filias tangueras. Pugliese. Piazzola.
Las librerías que recorre.
Los escritores que admira.
Aquellos de los que se distancia (“estamos libres de la fiebre por Cortázar que ha invadido la mayor parte de las escrituras actuales”).
Las críticas a la izquierda de la que forma parte (“la ironía es un procedimiento negado para la izquierda. Demasiada solemnidad, demasiada seriedad en los objetivos”).
Las veces que no le alcanza el dinero.
El dinero que cobra por cada trabajo literario que le encargan.
Las veces que se pregunta por qué y para qué escribir un diario.
Listas con las que Piglia intenta entender por qué se convirtió en escritor, “entender por qué escribo este diario. Durante años fue –y es todavía- el único lugar en el que podía apoyarme para sostenerme en una decisión delirante. Todo o nada tendría que ser el título de estos cuadernos si los publicara”.
*La fotografía de Ricardo Piglia es de Alejandra López.