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Virginia Benedetto en busca de la revolución

El viaje se pospuso dos veces a causa de los bombardeos. La fotógrafa rosarina Virginia Benedetto tuvo que esperar más de dos años para concretar su proyecto. Y cuando por fin las condiciones parecían optimas, un nuevo ataque al pueblo kurdo en Siria y Turquía recrudeció la violencia. Le advirtieron del peligro. Pero ella estaba decidida. Así que sacó los pasajes y empacó. Miró el almanaque: octubre de 2018. Tenía trece mil doscientos kilómetros por delante.

 La noche previa a partir, le dejó en el cajón de la mesa de luz una carta a su compañero de vida, Lautaro Sarmiento: “Pibito, voy a atravesar la experiencia más grande de mi vida. Quiero que sepas que te llevo conmigo, que voy a pensarte mucho, que voy a extrañarte mucho (…) Te amo. Hasta la Victoria Siempre”. Las mismas palabras que había escrito Ernesto Che Guevara al irse de Cuba en 1965, esas que los dos admiraban tanto. Esas que los había unido desde la primera charla, un año antes.

 Y esta despedida no era cualquier despedida. Virginia, de 38 años, dejaba Argentina para ir a una región en guerra a contar con su lente historias desgarradoras. Y era probable que no regresara.  Había perdido compañeras en la misma misión. Ambos lo sabían.  Sin embargo, la convicción se impuso al miedo.

 “Conocí a una mujer kurda en 2016, durante el Encuentro Nacional de Mujeres que se hizo en Rosario. Allí supe que existía una revolución que se estaba librando en pleno siglo XXI y que además era comandada por mujeres. Y quise estar. Mi sueño era ser parte de una revolución capaz de liberar a los pueblos oprimidos como ocurrió en Cuba. Por mi edad no pude ser parte de aquella lucha ni de la que se libró en los años 70 en la Argentina, así que sentí que esta era mi oportunidad, en mi propio tiempo”, dice Virginia.

Durante la entrevista lleva un vestido rojo y calzas negras debajo. Se sienta de costado y pausadamente, revive el entusiasmo de aquellos días. Durante un mes visitó las regiones de Irak, Siria y Turquía, habló con docenas de mujeres, de “compañeras”. Su misión fue y es hacer visible el dolor de un pueblo que lucha por la autodeterminación en Medio Oriente: el pueblo kurdo, que es violentado sistemáticamente.

 Kurdistán habita cuatro estados: Irak, Irán, Siria y Turquía. Su existencia se remonta a 600 años antes de Cristo y es previa a la formación de esas naciones. Pero las cuatro quieren su exterminio y han implementado sucesivos genocidios. El último recayó sobre un pueblo llamado Shengal, ubicado al norte de Irak. El Isis impuso la crueldad más extrema. “Ataban a las mujeres y las violaban hasta que morían de hambre o de sed. También obligó a otras mujeres a comerse a sus propios hijos y desapareció a niñas tras violarlas para venderlas en el mercado de esclavos”, cuenta.

“Eso ocurrió en 2014, cuatro años antes de que yo llegara. Estuve diez días en Shengal y no podía creer la brutalidad y la crueldad de la que un ser humano es capaz. Pero también vi la determinación de ese pueblo a no doblegarse: con los escombros de la destrucción construyeron caminos”, dice Virginia con los ojos húmedos y la admiración que le provocan los y las sobrevivientes. Una de ellas, es una mujer que ante su presencia, ante su interés por escuchar y reconstruir aquella historia para contarla al mundo, guardó por horas el más absoluto silencio.

 La fotógrafa entonces le explicó que de dónde ella provenía, Latinoamérica, donde ha habido numerosos dictadores, genocidas y torturadores. Que en su propio país, Argentina, la última dictadura militar desapareció a 30 mil personas. Que la abuela de su compañero de vida, Lucrecia Ramona Villalonga, había muerto en 2013 buscando incansablemente a su hijo Mariano a quien los militares habían secuestrado y desaparecido para siempre. Porque los genocidas no conocen fronteras, ni llevan cuenta de la sangre derramada. Porque los opresores y los oprimidos existen desde que el mundo es mundo. Y también existen quienes no doblan sus rodillas.

Traducido el relato, porque Virginia no habla kurdo, la mujer levantó la mirada y contó que era madre de cuatro hijos a los que Isis había asesinado, uno a uno. Que había sido víctima de reiteradas violaciones. Pero que cuando las milicias kurdas bajaron desde las montañas e hicieron un cordón humano para que ella y otros habitantes de Shengal pudieran escapar, supo que existía la esperanza. Vio mujeres y hombres con fusibles poniendo el cuerpo para salvar a sus compañeros y compañeras del horror. Y tan pronto el Isis se fue, ella regresó y fundó una cooperativa de mujeres que fabrican vestidos para todo el pueblo. Pero sobre todo dijo algo que a la fotógrafa la marcó para siempre: “Ahora sé que ningún hombre debe decirme cómo tengo que vivir”.

“Que una mujer, que sufrió el dolor más inimaginable, pueda tener esperanza y autonomía gracias a un grupo de milicianos y milicianas que arriesgaron la vida por ella… eso es la revolución”, sentencia Virginia.

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  Shengal es todavía una ciudad que se erige sobre su propia destrucción. En las fotos es posible ver un montón de escombros que se abalanzan como olas sobre edificaciones en ruinas. Allí donde hubo vida todo es ruina, hay edificios demolidos como si un gran terremoto hubiera instalado la devastación. Pero no. No ha sido un terremoto, sino el genocidio numero 74 al que sobrevive esa ciudad.

 La siguiente foto muestra a una mujer junto a sus vestidos recién enhebrados. Su rostro es el rostro del dolor, sus manos tienen el poder de la esperanza.

– ¿Cómo es posible que seas tan buena fotógrafa? – pregunto.

Virginia se sonroja, no le gustan los halagos. Trabaja en La Capital, un prestigioso periódico de Rosario, la segunda ciudad más importante de su país. Es reconocida por su labor. Por su capacidad de ver y captar. Pero no presume. Nunca. Llegó hasta allí de la mano de sus convicciones.

 Mientras estudiaba Licenciatura en Psicología, militaba en una agrupación estudiantil de izquierda: la Santiago Pampillón, que reivindica a un joven asesinado por la policía en 1966. “La agrupación necesitaba una fotógrafa y entonces empecé a estudiar fotografía. Si la agrupación hubiera necesitado que aprendiera a pintar las paredes de las casas, habría aprendido. Porque yo estaba al servicio de la agrupación”, se sincera. Por entonces luchó activamente por los derechos de las y los estudiantes, fuera y dentro de los claustros.  Y así, se transformó en una fotógrafa brillante.

 Aunque lejos del status quo que la burguesía impone. Hija de una comunicadora social y de un médico, sintió que la psicología era más bien un mandato familiar y decidió abandonar la carrera para siempre para entregarse de lleno a la fotografía. Desde allí solo le importa contar el mundo y sus injusticias. Sobre todo le importa reivindicar a quienes las combaten. Aunque en ese intento arriesgue su propia vida.

De hecho, la primera vez que vi a Virginia Benedetto, fue en enero de 2015. Las dos quedamos cuerpo a tierra durante un tiroteo en Barrio Ludueña, Rosario. Porque un adolescente perteneciente a una red de narcotraficantes disparó hacia donde estábamos los trabajadores de prensa dialogando con vecinos que destruían un puesto de venta drogas. Nos refugiamos detrás de un muro. Hasta que pudimos escapar. Ella nunca dejo de ir a los barrios más pobres de la ciudad. Y sobre todo nunca dejó de sentir pena por ese niño al que enviaron a matarnos y pronto enviarían a morir, los poderosos invisibles que manejan las redes de la narcocriminalidad.

 Pero ir a un territorio que puede ser bombardeado por el Isis en cualquier minuto es aún más peligroso.

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Las montañas

 “Las montañas son las únicas amigas de los kurdos”, reza un dicho de ese pueblo, que lucha por la autodeterminación, por la preservación de su idioma, su cultura, su idiosincrasia, su territorio. Las que lideran esa lucha armada en las montañas son mujeres. Y esa es la parte de la revolución que más seduce a Virginia.

 El Confederalismo Democrático, que es el sistema que rige Kurdistán, establece que el patriarcado es la opresión primigenia sobre la que se fundan todas las otras formas de opresión. La doctrina sostiene que con el patriarcado el hombre se dio cuenta de que era capaz de explotar a otros y otras. Por eso la lucha por la liberación debe ser comandada por mujeres.

 “Existe una banalización de las kurdas con el fusil al hombro, fotos que muestran mujeres hermosas cargando un arma. Pero eso no es lo que ellas eligen. No les queda otra opción si en cualquier momento el estado turco, sirio, iraní, iraquí y su brazo terrorista pueden exterminarte. Yo quería mostrarlas desde otro lugar. Y por eso fui a vivir a las montañas con ellas”, fundamenta la reportera gráfica.

  La primera noche que llegó, sin celular, sin ningún tipo de comunicación que pudiera rastrearse, a escondidas y con la palabra empeñada de mantener la más absoluta confidencialidad, hubo momentos de tensión. Los drones del Isis sobrevolaban las cuevas donde las milicias kurdas se escondían.

 “Los drones tienen un sonido metálico similar al del viento, hay que aprender a escucharlos para tomar medidas de protección. No puedo precisar cuáles porque eso sería exponer a las compañeras. Pero en ese momento yo todo el tiempo pensaba en la muerte. Sobre todo, cuando con el correr de los días me di cuenta de que los drones del Isis estaban siempre. Y que ante cualquier movimiento detectable bombardearían la zona”, se sincera.

-¿Y cómo es vivir en un lugar donde un bombardeo está latente en todo momento?

-Al principio fue difícil. En un punto yo decía: si me muero, me muero acá, la causa es justa. Pero no me quería morir- sonríe, suspira-. Eran días de mucha tensión, de mucha ofensiva. Lo primero que me dijeron ellas esa noche fue: “Que el enemigo no se te meta en la cabeza”. Uno tiene que seguir viviendo. Entonces puse el acento en otras cosas: empecé a admirar a esas mujeres, su determinación, su solidaridad, su convicción, su entrega.

 El sonido que más recuerda ahora Virginia de aquella serranía miliciana donde el peligro acechaba a toda hora, no es el zumbido metálico de los drones asesinos, sino la risa de sus amigas kurdas. Cuenta que le hacían chistes todo el tiempo.

 Por ejemplo, se dieron cuenta de que ella no sabía comer el fruto que más les entrega la montaña: la granada. “Acá en Rosario no es común, así que yo comía solo las bolitas rojas y se me cagaban de risa, hasta que me enseñaron. O cuando cocinaban: su comida es muy picante y a veces no me avisaban para ver cómo reaccionaba… Nos reíamos mucho”, recuerda.

 Allí todo se raciona para compartir. No importa cuántas nueces dé el nogal. De ese árbol deberán comer todos y todas durante varios días. No hay lugar para egoístas en esas cuevas. “No importa que tengas un millón de dólares”, grafica la fotógrafa.

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 Virginia dice que fueron días de supervivencia a fuerza de un sentido del humor inmutable y sobre todo de abrazos continuos. “Fue una experiencia muy humana, muy humilde, donde incluso había un reconocimiento hacia el lugar del que yo provenía: el pueblo latinoamericano y Rosario, la ciudad donde nació Ernesto Che Guevara”, cuenta.

 En las fotos que ella registró en aquellas montañas hay una mujer sentada junto a un río transparente y de cuclillas, bebiendo agua. Otras mujeres caminando en medio de la maleza. Una fogata encendida y un grupo alrededor de ese fuego amigo. Una anciana mirando los restos de una casa devastada por un bombardeo. Lo que casi no se ven son fusiles. Porque estos se irán cuando la guerra desaparezca. Y mientras tanto la resistencia supone una hermandad infinitamente superior a la de cargar un arma.

 “Apenas llegué a Kurdistán una compañera me dijo: “Yo estoy dispuesta a morir por vos”. Y cuando volví supe que yo también estaba dispuesta a morir por ellas”, dice Virginia. Y se le quiebra la voz.  Sabe que estuvo expuesta muchas veces durante esa travesía.

 Pero no murió. Llegó sana y salva, aunque nunca volvería a ser la misma. La reportera gráfica que bajó del avión a fines de 2018 era una mujer que había vivido una revolución. “Aprendí que no es posible quedarse tecleando en el dolor. La guerra es un agujero negro del cual no hay dimensión ni palabras que puedan describirla. Entonces asumir al enemigo es saber que nos caeremos mil veces pero mil veces volveremos a estar de pie”, sentencia.

 En el aeropuerto esperaba ansioso el profesor de historia Lautaro Sarmiento. Apenas la vio corrió a abrazarla. Lloraron hasta que a ninguno de los dos le quedaron lágrimas. Y un año después de aquel abrazo infinito supieron que iban a ser padres. La llamaron Ramona. Como su bisabuela: Lucrecia Ramona Villalonga, Madre de Plaza de Mayo, luchadora por los derechos humanos. Como el hijo de aquella mujer: Mariano Ramón Martínez, que sigue desaparecido. Como la comandante Ramona, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en México.

 Ahora Ramona Benedetto Sarmiento tiene ocho meses y sonríe en las infinitas fotos que le saca su mamá. En una de ellas, está envuelta en un pañuelo blanco casi transparente que a Virginia le entregaron las mujeres yezidíes, las que aún buscan a sus niñas violadas y secuestradas por el Isis. Cuando se lo dieron le rogaron: “No te olvides de nosotras”. Y Virginia no olvida. Suma a Ramona a esta causa porque en esa beba de sonrisa contagiosa y ojos cristalinos viven los más preciados sueños de libertad.

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LAS FOTOS

Las fotos que Virginia Benedetto sacó en distintas ciudades y pueblos de Turquía y Siria, son tantas que su autora no se anima a cuantificarlas. Conmueven. Revelan la destrucción de los bombardeos: las casas rotas, partidas, descuartizadas como si hubieran sido de papel. Pero también: las manos entrelazadas de mujeres y niñas, la sonrisa estallada en un rostro terso y al sol. Sonrisa luminosa que sobrevive al horror y al espanto. Una cara hecha surcos. Una mano puesta en el pecho cuyos dedos acarician la estrella roja sobre el uniforme miliciano.

 La reportera gráfica incluyó en su registro al campo de refugiados Makmur, que pasó de ser un desierto habitado por serpientes y escorpiones en los 90 a convertirse en una ciudad con cinco escuelas. En ella prevalece la educación igualitaria: las niñas tienen el mismo derecho a instruirse que sus hermanos varones. Y todo sucede, por si alguien no lo nota, justo en el corazón del más exacerbado patriarcado de Medio Oriente.

El registro gráfico ya ha sido expuesto en una muestra realizada en la Legislatura de la Provincia de Santa Fe, Argentina; en otra organizada por el Sindicato de Trabajadores de Prensa de Rosario; en las calles de Bogotá, Colombia, de la mano de Multicultura. Y estaba en tratativas de llegar a Europa cuando se desató la pandemia del Covid.

Incluso una prestigiosa curadora europea inició un proyecto. Pero quedó trunco. Y Virginia Benedetto se sincera: “Ella miró una foto de Shengal y tildó al paisaje de exótico. Digo: vio las casas demolidas por los bombardeos, la destrucción más absoluta, la vida latente que no sobrevivió al horror, la crueldad… y lo llamó ‘exótico’”. Si alguien no puede condolerse ante eso y solo pretende ver arte, tal vez este mirando desde un espectro que la autora considera banal y lo que es peor: falto de ética.

 El sentido de estas fotografías en blanco y negro o a color tienen su raigambre más honda en el humanismo. Y en la búsqueda de personas que se hagan carne de tamaña injusticia. Que desde su lugar contribuyan a la revolución. En esa búsqueda la reportera invierte su energía. Cree sin tapujos que ninguna causa está perdida cuando los ojos se vuelven eco y latido y grito. Cuando la poderosa garganta de los pueblos se une para decir basta.

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Dicho en kurdo

Antes de viajar trece mil kilómetros con una cámara en la mano y un sueño enhiesto, Virginia Benedetto tejió redes, lazos de confianza con mujeres de Kurdistán que estuvieron dispuestas a recibirla. A dos años de aquel registro fotográfico, Melike Yassar, representante de las mujeres kurdas en América Latina y miembro del Congreso Nacional de Kurdistán, hace una valoración de ese trabajo.

“Lo que la compañera hizo es fundamental: demostrar que la principal lucha de nuestras mujeres no es la lucha armada, sino la lucha por un lugar de igualdad dentro de la sociedad- sentencia -. Pertenecíamos a una sociedad que mataba a las mujeres en nombre del honor, que no nos permitía existir en el sentido pleno de la palabra. Los kurdos tenemos una propuesta antifascista, antisexista y de convivencia religiosa.  Esa es la verdadera amenaza para los grupos terroristas y para los estados que los apoyan. Las fotos de Virginia hoy son una referencia en toda América Latina”, señala la joven mujer.

Todo Kurdistan, tiene su esperanza puesta en que las Naciones Unidas y la OTAN, detengan los intentos de exterminio. Pero para eso necesitan que la comunidad internacional sea capaz de verlos.

 Y el lente de una cámara, aprendió la reportera gráfica, puede ser usado para exigir el cese del fuego. Para agitar el blanco pañuelo de la paz. O para exacerbar el peligro que acecha a quienes son retratados.

Y para reafirmarlo cuenta una anécdota. En una de las ciudades que visitó vio a tres niños jugando en la calle y comenzó a clickear. Se trata de una imagen inusual en lugares donde los ataques recientes sembraron pánico. “Entonces uno de los nenes se da vuelta y dice algo en kurdo que yo no comprendo»-, cuenta. Cuando le pregunto a mi compañera ella traduce: “Basta fotógrafa que después van a bombardear mi casa”. Eso había dicho el niño. La reportera piensa en colegas suyos que viajan a la guerra para vanagloriarse de haber estado allí y tal vez por eso terminan exponiendo y revictimizando a las víctimas.

Entonces repite una vez más, como si fuera un credo y acaso lo sea, que ella cree en esa revolución. Y la acompaña. Desde el más profundo respeto. Desde el más profundo dolor.

*Todas las fotografías son propiedad de Virginia Benedetto.

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