Por Dolores Caviglia
Incorrecto. Crudo. Sexual. Actual. Ateo. Rebelde. Valiente. Romántico. Suicida. Vanguardista. Generoso. Sabio. Inconformista. Político. Popular.
Los versos avanzan, las líneas se acumulan y en la cabeza se disparan con impulso explosivo todas estas palabras que parecen inconexas pero que encuentran una lógica indescriptible y potente cuando se resumen en el nombre del autor que las hizo libro: Vicente Federico Luy.
Es que su poesía no se deja domar.
Nació el 3 de mayo de 1961 en Córdoba. Sus padres fallecieron en un accidente aéreo sólo cinco meses después. Hasta los 7 años, pasó de una familia adoptiva a otra hasta que su abuelo, el poeta español Juan Larrea, dijo que quería hacerse cargo. Gracias a él conoció la literatura de los malditos, de Vicente Huidobro, de César Vallejo. Lo dejó sólo y con mucho dinero a los 18 años. Luy nunca se recuperó de esa muerte. Además de su abuelo, según él, lo educaron Charly García, Alberto Spinetta, Mafalda y Dostoievski. También el cine. A los 14 años empezó a escribir, justo cuando decidió abandonar el colegio.
Su literatura reclama lectura, relectura, reflexión, análisis, comprensión y hasta a veces humildad para aceptar la derrota.
Porque Vicente es inclasificable.
No tenía modo más que el suyo propio. Y no respetaba un patrón único.
De hecho, eran varias las cosas que no respetaba. Por eso, porque no quería pasar inadvertido, empapeló la ciudad de Córdoba con un afiche en el que aparecía desnudo junto a algunos de sus amigos y a un slogan que decía: “Lo esencial es invisible a los ojos”.
Escribió sobre todo lo que quiso. Se animó a decir lo que se le cruzaba por la mente sin pensar en las consecuencias, en si sería callado, repudiado o prohibido. Su pluma fue grosera pero sincera; letal pero cierta; rebelde pero adecuada; rockera pero romántica. Dijo sin pensar de más pero con mucho corazón. Utilizó todos los medios a su alcance para lograr una imagen real en su obra: puso un poema dentro de otro, los repitió, los reescribió, pegó recortes, fotos, dibujos y hasta cartas.
Su poesía es un collage minado.
“Caricatura de un enfermo de amor”, “La vida en Córdoba”, “Aviones”, “No le pidas peras a Cuper”, “La sexualidad de Gabriela Sabatini”, “¡Qué campo ni campo!” y “Poesía popular argentina” fueron los libros que publicó. Casi siempre pagados por él.
Amaba jugar al scrabble y también al tenis. Se la pasaba fumando todo lo que encontraba. Era desparejo pero lógico: vivía como predicaba. Definió su poesía como express: un lenguaje oral rápido y político, aunque nunca lo pareciera del todo.
Escribió cosas como estas:
“Si va a morir gente
votemos quiénes”
“¿Venderle el alma al diablo? Sí, pero cara.
Y si se puede, venderle también otras cosas.
Y venderle a Dios lo que el diablo no compre”.
“Por romper las reglas a Adán lo echaron del paraíso.
Yo reivindico eso.
¿Qué clase de Edén es ese, que hay cosas que no se pueden hacer?”
“Lo que está mal está mal.
Pero lo que está bien
también está mal.
Charlalo con tus padres”
Buscó el amor de la manada. Lo necesitaba. Fue uno de los fundadores de Verbonautas, un grupo de poetas que pretendían poner el cuerpo en escena, hacer carne el poema. Estaba desequilibrado. Debió ser internado dos veces, una en el Borda, pero escapó en ambas oportunidades. Promocionó un sitio de apuestas online con frases como: “Apuesto 100 a que el Papa se muere antes de fin de año”. Perdió toda la plata que le había dejado su abuelo. Marcó a una generación en Córdoba.
Varias veces intentó suicidarse. Incluso tomó veneno. Pero lo consiguió en febrero de 2012, cuando saltó en Salta de un séptimo piso en alquiler que había ido a visitar haciéndose pasar por un inquilino interesado. Tenía 50 años. Dejó varios poemas inéditos desperdigados entre sus amigos y tildó este como el mejor de los suyos:
“Inconscientemente vamos por un camino, y conscientemente
nos ponemos a buscar otro camino, en vez de hacer
consciente el camino por el que vamos”.