NUEVA YORK
Por Elvira Lindo
La escritora española Elvira Lindo descubrió que en Nueva York la imagen es tan poderosa que a veces las palabras no alcanzan. Allí vive seis meses al año y cada vez que asiste a su clase de yoga toma fotografías de la misma esquina, que siempre le devuelve sensaciones diferentes. “La manera en la que se mira acaba siendo la descripción más exacta de uno mismo”, deja escrito en este diario íntimo de su mirada.
Foto: Xavi Menòs
Hace cuatro meses, en Enero, cuando llegué a la ciudad para pasar mi semestre neoyorkino, tomé unas fotos desde el ventanal donde practico el yoga. Es un primer piso y la vista que se disfruta desde allí no tiene nada de memorable. Un escaparate con ropa barata de mujer y el continuo fluir de la gente que cruza el semáforo. Pero cuando llegué a casa y pasé la foto al ordenador la imagen me resultó inesperadamente poética. El cristal estaba lleno de gotas de vapor provocadas por la calefacción y el aliento de las personas que allí dentro sudábamos; entre esas gotas y esos vahos se entreveía a la gente en la calle, ensimismada, diminuta, destacando de pronto un abrigo rojo en la grisura del frío. Comencé a tomar fotos todos los días que acudía allí y a pesar de ser la misma esquina la imagen siempre tenía un detalle novedoso y conmovedor. Me recordó a la esquina del relato de Auster, al vendedor de tabaco que durante años, fotografía a los vecinos que cruzan de un lado a otro de la acera. También me pareció una buena señal encontrarme una de aquellas mañanas practicando una respiración completa, vientre, tórax, clavículas, al lado de Suzanne Vega, de quién tomé en mis tiempos de radio su canción “Tom´s Diner”, en su versión instrumental, como carátula de mi programa de entrevistas en la radio pública. Cuando Vega cantaba esa canción a capella se diría que estaba contando un cuento, un cuento de Bernard Malamud, en el que se observa y se sigue la vida poco épica de los vecinos del barrio, de este barrio, del que es mi lugar en el mundo durante seis meses del año.
Quise comprobar si para mis conocidos estas fotos tenían algún valor, no artístico, porque no tengo ninguna noción de fotografía, sino expresivo, vital, y fui colgándolas en mi página personal (no oficial) de Facebook, junto con un texto que explicaba el momento, el lugar, el personaje. Poco a poco, los comentarios de mis amigos virtuales me fueron animando a seguir con este extraño e inesperado proyecto y comencé a hacer un diario visual de la ciudad. Las imágenes que he ido cazando durante este tiempo que aún no ha llegado a su fin son a menudo sucias porque tienen la calidad del iPhone y porque en muchos casos he de robarlas con disimulo para atrapar un momento de intimidad de sus protagonistas. Siento que tengo una mirada compasiva hacia todos esos seres humanos, mendigos, viejas extravagantes como sólo pueden darse en Nueva York, modernos, inmigrantes recién llegados, perturbados, amantes, niños, todos aquellos con los que me cruzo y que me provocan alguna emoción.
La imagen es tan poderosa en esta ciudad que a veces las palabras se quedan en nada. Esa es la razón por la que en el tercer año de vivir aquí escribí un guión cinematográfico, y puede que sea esa la razón por la que voy a escribir un diario siguiendo los pasos de otros, un diario de mi mirada. La manera en la que se mira acaba siendo la descripción más exacta de uno mismo.
Tener ese objetivo en mis paseos me ha hecho cambiar mi concepto de la ciudad. Aunque soy una persona a la que siempre le gusta zascandilear y curiosear, la excusa de retratar lo que veo me ha provocado una especie de excitación infantil. Cuando vuelvo a casa repaso las imágenes una a una, borro la mayoría, me quedo con las que creo que pueden provocarle al espectador el mismo entusiasmo que a mí y entonces escribo un comentario sobre ella. ¿Para qué estamos los que escribimos sino para seguir nuestros impulsos aunque no tengan que ver con nuestro oficio? Me gusta leer los comentarios de quienes han vivido aquí, pero aún más me interesan los de aquellos que jamás han pisado esta ciudad, porque no dejan de sorprenderse por el tremendo material humano que pasea por sus calles. Un amigo de Cantabria comentó sobre la foto de un abuela vestida con un abrigo rojo hasta los pies: “me siento muy provinciano, nunca he visto personas así”. Qué cierto. Es un gran comentario, el de alguien que reconoce su asombro, que no tiene pudor en mostrar su desconocimiento de lo que ocurre en esta otra parte del mundo.
Lo sorprendente es que aquí, en Nueva York, por el hecho de tener todo ese abanico de personajes siempre a la vista hay una especie de ceguera colectiva, un actitud que unas veces interpreto como tolerancia y otras como desinterés. El sentido de la individualidad americana, su respeto sagrado por el espacio ajeno y aún más por el propio acaban generando un ensimismamiento que convierte la calle en un universo de individualidades donde nadie se toca, nadie se mira, pocos se cruzan la mirada, o si se observan han de disimular que lo hacen, fingir que no les importa la extravagancia del vecino, sus tics o su desvalimiento.
En estos meses he sentido, siento aún, que me distingo por ser la persona que va mirando a los otros, porque ejerzo de cuentista a todas horas y transformo a mi prójimo en mil criaturas literarias de una pequeña comedia que se contará a través de imágenes.
Casi todo lo que cuento se remite a mi barrio. Como cualquier neoyorkino que se precie he acabado siendo una provinciana dentro de la gran ciudad y me muevo a diario por este Upper West que tiene un carácter peculiar que la mayoría de los visitantes no llegan a conocer porque las rutas turísticas no llegan hasta aquí. Una vez que piso Lincoln Center siento que toco la frontera del barrio y que ya me estoy alejando demasiado. De todas formas, procuro no llevar mi provincianismo a los extremos que alcanzan los nativos neoyorkinos. No es raro que te confiesen que han cruzado sólo dos veces el puente de Brooklyn, o que casi nunca han pisado Queens. A mí me interesa la ciudad en toda su extensión, pero con el tiempo se me ha contagiado la pereza de la mole urbana y procuro no gastar energía a diario recorriéndome la ciudad de punta a punta. Eso es sólo para turistas, o para esos pobres trabajadores, en su mayoría inmigrantes latinos, que al final de la jornada van dando cabezadas en el metro porque no pueden más. Esta ciudad cansa.
A pesar de que estos diez años me han llevado a esa necesaria integración que te permite sobrevivir en un medio ajeno y que puede ser hostil cuando se vive a diario, quiero seguir viendo la ciudad con los ojos de alguien que no la conoce del todo, quiero apreciar la variedad de los tipos humanos, que es tal vez la característica más chocante para el recién llegado, y la libertad con que cada uno elige una indumentaria que contribuye a crear un personaje que protege a la persona que viaja dentro del disfraz. Yo también soy personaje cuando salgo a la calle. A veces una mujer superada por el frío, encogida sobre el pecho, pensando obsesivamente en cuándo llegaré a casa. Otras veces soy esa otra que se pone un tocado fantasioso en la cabeza y pisa la calle con determinación, entra en un club de jazz y se pide un cóctel y luego otro. Dentro de un solo día puedes ser varias personas distintas, sofisticada unas veces, y otras, bajar al parque medio en pijama para pasear a la perra. Eso es lo que quisiera retratar. Esa fantasía sobre uno mismo que provoca esta ciudad y que te vuelve un poco niño, un poco salvaje, un poco loco. Atrapar la imagen de los que se cruzan conmigo, de los que evitan mirarme, hasta el punto de que la mayoría de las veces no se dan cuenta de que los estoy capturando. O tal vez sí y hacen como que no me han visto.