Por Salvador Biedma
A Juan Villoro
He roto, creo, todos los mandatos del hincha de fútbol. Sin proponérmelo, desde ya. El primero, el principal, cambié de equipo. Ya lo había hecho mi papá muchos años antes. Él tenía, debo decir, un motivo concreto, seguramente más noble y más amoroso que yo. Eso no obsta para que lo excomulguen de la patria futbolera. ¿Le molestaría mucho? Lo dudo. Agacharía la cabeza, tal vez un poco avergonzado, y seguiría viendo tenis, rugby o básquet.
Fui, durante la infancia, un fanático del fútbol. Me gustaba más jugarlo que verlo, aunque las dos cosas parecían inseparables. Iba con mi familia a la cancha con cierta frecuencia, aunque entonces esa frecuencia me parecía poca, y siempre estaban la radio o la televisión para sufrir y para gritar los goles.
Nunca fui bueno jugando. Además, debo decirlo, soy hemofílico, de modo que muchas veces las hemartrosis en los tobillos me impedían correr detrás de una pelota. Sin embargo, pasaba buena parte del tiempo haciendo eso: a veces con mi hermano, que me llevaba catorce años (lo digo en pasado porque murió en 1993), a veces solo, jugaba en el departamento de mis padres con una pelota de tenis imaginando, claro, algo mucho más vistoso.
Cuando la enfermedad de mi hermano empezó a avanzar, aquellos “partidos” que armábamos él y yo, que provocaron roturas de muebles y adornos -apañadas, de algún modo, por nuestra madre-, fueron espaciándose y perdiendo brillo. Además, ambos crecíamos, con catorce años de diferencia, él en la facultad y yo en la escuela, lo cual ayudaba a que jugáramos menos.
En esa época, el equipo del que era hincha no tenía un gran presente. Gozaba, en cambio, de un prestigio pasado, al que mi mamá le ponía nombres y seudónimos: el Gringo Scotta; la Oveja Telch (también apodado la Araña); el Nene Sanfilippo, que había alcanzado varios récords como goleador y aún no tenía el perfil mediático que lo enredó después; una lista larga…
Sin embargo, estaba convencido de que aquél era un buen equipo. Ya descubrirían, pensaba, que aquellos modestos jugadores a los que yo idolatraba eran extraordinarios. Mi hermano y uno de mis primos (amigo de él al punto de que eligió seguir a su club y no al que le hubiera correspondido por herencia) eran mucho más realistas.
Aún se recuerda en algunas reuniones familiares esta anécdota: desde una tribuna, cuando un defensor de nuestro equipo, tras desbordar por la punta, pateó pésimamente una pelota con la pierna menos hábil, mi hermano le gritó: “No le pegues con la ‘de palo’, pegale con la ‘de madera’”.
Varios años mayor que yo, más cercano en edad a mi hermano, mi primo me invitó a la cancha cuando nuestro cuadro (ahora, mi ex cuadro) podía llegar a salir campeón. Mi hermano ya había muerto y yo estaba en la secundaria. El partido era en Rosario, lo cual implicaba un viaje de algunas horas desde Buenos Aires. Nuestro equipo jugaba contra un club con el que se consideraba “amigo”, pero el campeonato dependía no sólo de ese partido, sino también –sobre todo– de otro que se jugaría al mismo tiempo.
Desde que yo nací, el club que alentaba nunca había salido campeón y aquellos años exitosos de las que hablaba mi mamá tenían olor a museo. Ahora había una oportunidad cierta de actualizar la gloria. En el viaje, por la ruta, nos cruzamos con muchos coches que llevaban felices banderas e iban tocando bocina. Algo se compartía entre desconocidos, cosa usual en el fútbol. En la entrada de la ciudad, esperaban otros hinchas para saludar a los que iban (íbamos) llegando.
El partido fue pura tensión. Había que seguir no sólo el juego que veíamos, sino también los datos que llegaban desde otra cancha. Si un dichoso tenía la radio pegada a la oreja, uno lo miraba fijo, entre jugada y jugada, tratando de interpretar sus gestos porque él tenía una especie de comunicación con el más allá. De cuando en cuando, uno preguntaba, pero no podía hacerlo todo el tiempo, así que quedaba la interpretación. Hubo algunas falsas alarmas, lógicamente, pero el gol que precisábamos en el otro partido llegó con signos bien claros. Toda la hinchada lo gritó. Mientras los dos resultados se mantuvieran, mi club sería campeón.
En el plantel, había un delantero que no me gustaba en absoluto, que me parecía pésimo. Era el ídolo de muchos porque, si bien no se lucía, metía goles seguido. Estaba en el banco de suplentes. Ya faltaban pocos minutos y hubo un penal para nuestro cuadro. Situación ideal. Lo pateó otro delantero y lo erró. Desde las tribunas empezaron a pedir que entrara el jugador que yo no quería. Finalmente, entró. Finalmente, metió un gol. En medio de la algarabía, abrazos por aquí y por allá, alguien se burló de mí, que había insultado a aquel delantero. Tenía razón.
Salimos campeones. Un foso lleno de agua nos separaba de la cancha; cuando terminó el partido, alguien improvisó un puente con un cartel de publicidad. Entre tantos otros hinchas, mi primo y yo lo cruzamos y volví a Buenos Aires con un puñado de ese pasto que había pisado mi equipo. Lo guardé entonces en un cajón; mi madre me lo recuerda siempre que puede.
Supongo, a la distancia, que algo cambió ese día. El equipo no tan bueno que yo creía genial (aunque por entonces empezaba a ser más realista), siempre a mitad de tabla, era el campeón. No pasaron muchos meses hasta que, de a poco, fui cambiando de club.
Apareció, por una plaza vacante en la B, un cuadro casi desconocido hasta entonces. Un buen compañero de la secundaria empezó a seguir su campaña por los diarios. Otro amigo, mucho mayor que yo, con el que solía ir a pescar, con el que solía jugar al fútbol, también –era el equipo de su provincia–. El equipo tenía los mismos colores que mi club “original” en la camiseta, pero el nombre de su rival histórico. Por empatía con esos amigos, empecé a fijarme cómo le iba y lo comentaba con ellos.
Hasta que un día le propuse a mi compañero de escuela ir a la cancha, ver a aquel equipo. Me dijo que sí. Coordinamos. A último momento, se echó atrás. Yo decidí ir, de todos modos. Tomé un ómnibus, después un tren, llegué a la cancha.
En la tribuna había unas diez personas. Era lógico: un equipo de una provincia lejana que jugaba de visitante en el conurbano. Las diez personas habían nacido en aquella provincia y todas, todas, eran al mismo tiempo simpatizantes de algún club que jugaba en la A.
Fui enterándome de esto porque surgieron conversaciones entre jugada y jugada o en el entretiempo. De pronto, me encontré alentando a un equipo que no era el mío, que no era el de mi familia e incluso llegué a colgarme del alambrado, cosa que nunca había hecho, para festejar un gol.
Al terminar el partido (con una victoria 1-0, si no recuerdo mal), volví en tren y luego en ómnibus con dos o tres señores que seguían a ese club. Conversamos en el viaje. Me preguntaban cosas. Me identificaban sin problema con el equipo del que aún era hincha, lo utilizaban como seudónimo para llamarme, aunque también me decían “rubio”. Uno era el gordo Carlos, otro se llamaba (o lo apodaban, no sé) Danino. Los dos trabajaban en una panadería no muy lejos de mi casa. Cuando el equipo volvió a jugar en Buenos Aires, fui con ellos a la cancha. Y eso empezó a hacerse costumbre.
Al cuadro le estaba yendo muy bien, hacía una gran campaña, cada semana estaba más cerca de coronarse campeón. Una noche, yo festejaba un gol en la tribuna y una piedra voló desde la hinchada contraria y cayó a unos centímetros de mí. Seguí festejando como si nada. En otro partido, una tarde, en los alrededores de una cancha, mientras volvíamos en un grupo de veinte personas (la buena campaña del club atraía cada vez a más hinchas), nos esperaba la barra brava del equipo local. Alguien nos avisó, pero seguimos por el mismo camino. Cuando se mostraron con palos y piedras, salí corriendo, muy rápido, con otros dos chicos de mi edad (dieciséis, diecisiete años). Los demás se quedaron; les robaron las camisetas, los amenazaron, los golpearon; uno pasó varias semanas en el hospital porque, según el gordo Carlos, “le partieron la cabeza de un fierrazo”.
Yo ya tenía mi propia bandera, que llevaba a la cancha, y mi otro club iba quedando de lado (incluidas las pilas de revistas “partidarias” que –mi madre me– había comprado todas las semanas durante meses y meses). Un fanatismo mucho mayor me invadía mientras quebraba una regla de oro del hincha de fútbol: nunca cambiar de cuadro.
El equipo salió campeón del Nacional B y tuvo que disputar dos partidos para ascender a la Primera A: uno de local y otro de visitante, los dos en provincias alejadas de Buenos Aires.
Fui al partido de local. Un viaje en micro de más de quince horas para ver, supuestamente, los noventa minutos del partido. En la cancha, con mi bandera de cinco metros de ancho, encontré a varias personas que ya conocía (entre ellas, Danino) y me presentaron a hinchas de la “barra brava” que vivían en su provincia. La cancha estaba llena, había gente trepada a los alambrados, banderas por todas partes y eso hizo que el partido tardara mucho en empezar.
El equipo era bastante bueno para la B. Hubo un gol y, de pronto, estaba abrazándome con un completo desconocido: un hombre panzón, en cuero, al que, vi de pronto, le faltaba una mano. Pero tanto se había demorado el inicio que tuve que irme de la cancha sin ver el segundo tiempo, por temor a perder el micro de vuelta.
Ese año, ascendimos a Primera A. Sin embargo, después de aquella asombrosa campaña en la B, los resultados fueron tristes, miserables. El equipo no parecía el mismo.
Un lunes, cuando llegué a la escuela, varios compañeros me comentaron que me habían visto en televisión, a la noche, en un programa de fútbol. ¿El motivo? Me mostraron agarrando mi bandera, bajo una lluvia helada, en el partido con menos hinchas del campeonato, en una de esas tribunas casi vacías a las que ya estaba acostumbrado. La noticia era ésa: la poca cantidad de espectadores.
Al poco tiempo, otros intereses fueron ocupándome más que el fútbol. Terminé la secundaria, empecé la facultad, entendí el fanatismo por un cuadro de otro modo. En paralelo, mis tobillos, mi hemofilia me obligaban a jugar cada vez menos al fútbol. Mi nuevo club volvió rápidamente a la B y siguió descendiendo hasta quedar perdido entre los equipos de las ligas de provincias.
Ahora, cuando me preguntan de qué equipo soy, no sé bien qué responder. Generalmente, digo que no soy de ningún cuadro, que no me interesa mucho el fútbol. También puedo decir que soy de aquel equipo de una provincia lejana, pero, si me preguntan por qué, lo más fácil es mentir, decir que nací allá. No tengo ganas de dar muchas explicaciones sobre un tema que prácticamente no me interesa.
Sin embargo, algo late en el cuerpo cada vez que oigo nombrar a alguno de los jugadores que veía jugar durante la infancia y la adolescencia; sobre todo, los del último club del que fui hincha.
Fotografía de Salvador Biedma: Pablo Rey.