Sorrentino

Sorrentino al cuadrado

Sobre La grande bellezza y Youth
Por Carla Santángelo

Sorrentino

El desmayo de un turista japonés mientras contempla la belleza de una Roma monumental. Un mareo causado por el síndrome de Stendhal y el calor terrible de la ciudad italiana en verano. Así da comienzo el film La grande bellezza y nos anuncia ya qué nos va a pasar como espectadores. Vamos a ser los que contemplan al que contempla. Los que se abruman con el que se abruma. Los que frente a lo bello sienten un estupor difícil de sostener.

Youth, por su lado, vuelve a construir ese inicio lleno de silencios, de gente que mira y calla. De planos simétricos anunciando una escenografía llena de lujo y en la que cada elemento ocupa más lugar del que requiere. Es decir, hay espacio sobrante para que el ojo desespere tratando de encontrar algo que no funciona. A partir de esto, es posible plantear un foco de análisis:  que la belleza no es lo mismo sin el elemento sorpresivo. Y es precisamente, observando desde la óptica del que ya ha visto antes un recurso similar, que empezamos a sentir esta segunda obra como pretenciosa. Sorrentino cuenta cosas nuevas en Youth, pero como espectador, se tiene la sensación de que él mismo da por hecho que volverán a funcionar las herramientas que ya lo hicieron en La grande bellezza. Como si el autor estuviese buscando corroborar las hipótesis lanzadas en su primera obra.

Se construyen dos espacios principales en los que confluye la vida de personalidades distinguidas. En La grande bellezza se juntan en casa del protagonista periodistas, editores, nuevos ricos, mujeres y hombres de la alta sociedad o mafiosos, entre otros. En Youth la reunión tiene lugar en un hotel de lujo y allí acuden directores y actores de cine, deportistas retirados y modelos. La concepción estética de ambas obras pasa por la construcción de un mundo que transita despacio. Como si el tiempo presente fuera tan voluptuoso como cada una de las ideas que flotan por encima de las cabezas de los personajes, que se mueven en escenarios enormes o simétricos, en mitad de una naturaleza inmensa y calma o en el interior de espacios sofisticados y grandilocuentes.

Además, Jep Gambardella (escritor) y Fred Ballinger (director de orquesta y compositor) comparten el origen del que emerge el significado de su vida y su drama: son víctimas de su propia sensibilidad. Una sensibilidad que, al final, se traduce en éxito ahogado. Es decir, en fracaso.

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A pesar de los aspectos que tienen en común, Jep tiene la particularidad de ser un personaje principal con una gran fuerza magnética. Nadie es como Jep. Nadie es tan exitoso y fracasado. Nadie es tan superficial y profundo. Nadie detesta y ama tanto su vida ni es capaz de vivir la banalidad con tanto pesar y liviandad al mismo tiempo. En cambio, Fred no logra enamorar al espectador de la misma forma. Sin obviar que está perfectamente encarnado por Michael Kane, se queda a mitad de camino de lograr ser un personaje como el que fue capaz de construir el autor en la primera película. Encajándolo en el prototipo de anciano egocéntrico y cascarrabias, sólo logra evidenciar sus pretensiones: la de mostrar de nuevo a alguien agotado de la existencia misma, convertido en su peor enemigo. Pero esta vez no se desarrolla ese discurso con la misma elegancia con la que creó a Jep. Proceso que además, acaba resultando menos creíble cuando le da después la versión tierna y arrepentida. El hombre que le niega sus composiciones al representante de la reina por una razón noble, termina entregándoselas al público poseído por la flaqueza que le da una bondad traída forzosamente. Jep nace siendo Jep y muere siendo Jep, aun con los cambios y mutaciones propias de cualquier ser humano. Porque es mejor que el espectador lo mantenga vivo  que el personaje se deshaga ante sus ojos y no vuelva a recordarlo.

Aun con todo, es necesario ver a Fred en determinadas escenas para reconocer que es potencialmente un buen personaje que esconde la capacidad de conmover al que mira.  Un ejemplo podría ser el momento en que se sienta solo en la base de un tronco cortado y dirige una orquesta imaginaria a través de los sonidos de los cencerros de las vacas en el prado.

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En todo el discurso que Sorrentino utiliza tanto en una película como en la otra, subyace una sospecha: la autoproyección. Ya que sus protagonistas son hombres mayores de 60 años (aunque él sea más joven), frustrados en el primer caso por la impotencia creativa y en el segundo por la impotencia del hombre frente al paso del tiempo. Y ahí, podría estar implícito un miedo íntimo del autor.

El vacío de la era posmodernista (o la post de la posmodernista). Esa suerte de vértigo que siente el artista frente a la idea de que es incapaz de crear algo nuevo. El hombre frente a sí mismo, desesperado por dolencias del espíritu. Es eso lo que nos trae el director italiano: la contemplación. Ambas obras funcionan igual en este sentido, como cruzando un eje transversal que las coloca en ese grupo de películas en la que el espectador se mira en un espejo roto.

Las comparaciones entre Sorrentino y Fellini son constantes. Son muchos los que piensan que si La dolce vita parecía el modelo de La grande bellezza, Fellini 8 1/2 parece el de Youth. Es innegable que ambos autores tienen un lenguaje común. Pero es necesario también (dejando a un lado la maestría de Fellini), poner el foco en el purismo de Sorrentino y en cómo en su primera película consigue construir cada escena con la paciencia de un artesano. Y aunque en la segunda transmite la idea de estar dándole al espectador ideas recicladas, se desarrolla cada segundo detrás de la cámara con una precisión exquisita. Es difícil no sucumbir al trabajo retórico y estético del director. Planos generales que provocan un silencio casi terrible, movimientos de cámara que sitúan al que mira en un estado de reflexión constante o diálogos que dejan entrever pensamientos existencialistas detrás de cada línea.

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Por otro lado, es también interesante detectar una suerte de “sublenguaje” bajo al mensaje que contiene la trama narrativa. Es decir, preguntémonos cómo frente a la belleza, el espectador puede llegar a pasar por alto otros elementos que contienen una carga inmensa de significado. ¿Es posible obviar el fondo cuando la forma se perfila con tanta maestría? Podría tratarse de algo así como el ojo hipnotizado, casi subyugado ante los estímulos, anulado en su capacidad para decodificarlos. O quizás, como receptores, podemos retener sólo lo poético del contenido. ¿Y el otro discurso? Lo que implica compromiso y responsabilidad por parte del que mira, ¿dónde queda? Así, ante una imagen “mitológica”, ejecutada con una delicadeza casi preciosista, el autor sumerge a la mujer desnuda en la piscina, mientras los dos ancianos la observan y comentan, evidenciando la impotencia sexual del hombre ante el paso inexorable del tiempo.

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Pero haciendo un análisis más profundo, el autor deja el papel de la mujer relegado siempre al segundo plano. Ella supone el punto de fuga de un cuadro que se mira pero que no se comprende. En el caso de La grande bellezza el personaje femenino que interpreta a una bailarina de club nocturno es más complejo. Pero aparte de ella, la única vez durante toda la película que se hace alusión directa a la vida de otra mujer, es una amiga de Jep, a la cual éste acusa de ser una fracasada que lleva toda su existencia viviendo de su marido. En este caso, el monólogo del protagonista es tan exquisito, que pareciera que el hecho anterior puede pasar desapercibido.

En Youth se despliega lo femenino entre “la esposa dejada” por su marido o la miss universo que demuestra su inteligencia en un porcentaje muy inferior al que enseña su belleza. Todo esto es, de alguna forma, un retrato de la realidad frívola y superficial en la que está inmersa la sociedad de nuestro tiempo. Sorrentino no tiene necesariamente que cosificar a la mujer, sino contar que la mujer es cosificada. Pero aun con esto, el rol de ellas es muy concreto y pasa, siempre, por ser otro de los elementos a través de los cuales el hombre se pierde a sí mismo o se encuentra o se construye. Es decir, sigue, aunque se cubra de un halo bellísimo, estando al servicio de las necesidades vitales del hombre.

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Todos y todas hemos querido estar, aunque sea por un segundo, en uno de los escenarios que Sorrentino despliega en sus películas. Eligiendo locaciones que reflejan la decadencia de las ciudades modernas. Hemos reconocido la mirada que tiene el ciudadano de a pie sobre la alta sociedad: la añoranza de una vida llena de lujos, que se rompe con la conclusión de que aquellos que aparentan tenerlo todo, salen profundamente heridos del encuentro con el absurdo de la vida. Por eso, nos encontramos en el único lugar donde el ser humano puede salvarse, venga de donde venga: lo bello. Que es anacrónico y nos somete por igual a la entrega. ¿Será que sólo la belleza salva al hombre de la decadencia?  

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