Leila Guerriero: “Para mí la libertad es el valor supremo, no me someto a nadie y eso tiene un precio”
Leila Guerriero (Segunda parte)
Por Fernando Pittaro
Se reconoce una persona privilegiada pero siente una enorme responsabilidad ya que eso que le apasiona, llamado periodismo, “tiene que ser honrado, cuidado y agradecido”. Advierte que la “cultura de la queja” de las nuevas generaciones atenta contra el sacrificio que requiere la profesión. Todo es una cuestión de método, dice, y confiesa que puede estar tres horas buscando la métrica de un párrafo, como si ese texto que tiene en frente fuese un tetris semántico, o mejor, un pentagrama en el que solo caben las palabras justas que fueron hechas para ese instante.
¿Podrías vivir en otra ciudad que no sea Buenos Aires?
Supongo que sí, pero no me gusta la idea. Yo no me siento de ninguna parte, me siento muy de acá, pero no me considero porteña. Pero me gusta vivir en esta ciudad.
¿No la padecés?
Para nada, para mí es la mejor ciudad del mundo, me encanta todo, hasta el caos de la ciudad. No me parece una ciudad insegura, me parece una ciudad magnífica de día y de noche, aunque sé que soy una privilegiada porque puedo elegir no meterme en el caos. Ahora, por ejemplo, me puse nerviosa porque el colectivo no venía y estaba llegando tarde, pero pocas veces me pasa: puedo manejar mis tiempos.
Una tallerista me comentó que no te gustan para nada los aires acondicionados.
Sí, es verdad.
¿Y qué hiciste en Buenos Aires en enero con 47 grados de calor?
En verano no doy talleres en casa, pero no podría poner el aire, porque no tengo. Con el ventilador alcanza. Hizo un calor demencial este verano pero no lo sufrí tanto. Pero el aire en sí no me gusta porque me da frío, me parece artificial, la calidad del aire es un asco, es un objeto horrible, me hace daño, pero además siento que también yo vengo del interior, de una ciudad en la que en verano se abren las ventanas, a la tarde se cierran las persianas y entra el fresco de la siesta, a la tarde se abría y se baldeaba, y acá cuando hace un poquito de calor todo el mundo se encierra con un frío del polo ártico. Además es poco elegante, es vulgar, le tengo poca simpatía porque lo asocio con lo narco, es la demostración de “tengo guita, entonces te pongo el aire al tope, como puedo gastar energía…”, es como una ostentación desagradable.
El oído que tenés para el ritmo de las palabras, ¿viene de alguna facilidad por la música o más bien de tus lecturas de poesía?
Supongo que de la lectura de poesía, aunque yo toco la guitarra clásica. Puedo estar tres horas trabajando un párrafo hasta que doy con la métrica que quiero que tenga.
¿Podés escuchar música mientras escribís?
No, salvo en el último repaso que le doy al texto, cuando siento que he logrado el tono y el clima, ahí sí, bajo una sola música obsesiva, siempre elijo dos que me sirven. Y siempre pongo la misma canción, la misma canción, la misma canción hasta que ya no la escucho, hasta que se transforma en una especie de trance. Es lo mismo que pasa cuando corrés.
¿Salís a correr?
Sí, intento todos los días. Nunca más de media hora, pero me sirve mucho, escribo también mientas corro. Es uno de los momentos en los que más escribo: vienen ideas, soluciones a situaciones que no puedo resolver en una crónica. Y tengo que correr sola, igual que cuando escribo.
No creés en Dios, no necesitás casarte, no querés tener hijos, ¿en qué sí creés?
(Tarda un rato en responder) Creo en mí, sobre todo. Creo que en la absoluta honestidad y bondad de Diego, que es mi pareja (piensa) y creo (piensa otro buen rato) en el poder de la lectura, como fuerza transformadora.
La mayoría de tus libros están dedicados a Diego. En uno de ellos ponés “Para Diego, que sabe”. ¿Qué sabe Diego?
Hay que preguntarle a Diego y Diego sabe.
¿Considerás que sos una persona obsesiva?
Sí, con la escritura, sólo con cosas que me atañen a mí, más bien son cuestiones de método, pero llega un punto en el que uno dice “hasta acá llegué” y no me vuelvo loca si ese dato no aparece. Si la historia cerró, ahí me siento a escribir.
¿Qué cosas te dan bronca o te ponen de mal humor?
Lo que más me enerva es la discusión con alguien que no discute ideas sino que discute personas y de eso particularmente me molesta mucho la distorsión, la acusación injusta, ese método del matón, de tratar de sacarte de quicio, de tergiversarte a propósito. No me debe haber pasado más de tres veces en muchos años pero eso me fastidia mucho.
¿Y qué te hace reír?
Lo último que me hizo reír a carcajadas es esto (muestra el libro El equilibrio, de Pedro Mairal). Ayer les leí un fragmento a mis alumnos en el que Pedro habla de las fotos digitales y analógicas, y no se rieron nada y yo no lo podía leer, estaba tentada (se ríe). Él cuenta una pequeña anécdota de cómo un amigo había recibido por teléfono una foto del incendio de su casa de la infancia. La primera vez que lo leí estaba acostada, por irme a dormir, y me empecé a reír y era como una especie de salto. Pero con lo que más me río en la vida es con Diego. Tiene una suerte de humor involuntario. Por lo general cuando alguien utiliza el humor, sobre todo con la palabra escrita, es muy valorable. Por ejemplo, hay un texto de Fabián Casas, que se llama ‘Un día en la cancha’, que cuenta una ida a un partido con su padre y que es desopilante. Y no es un tipo mirando a cámara que te hace reír con un gag, es un tipo escribiendo, que es mucho más difícil.
Entraste al periodismo dejando un cuento tuyo en la redacción de Página 12, hace ya 22 años. ¿Creés que hoy en día eso podría ocurrir?
Supongo que sí porque siempre hay buenos editores. Yo no creo en los genios que guardan cosas en los cajones, no creo que haya tantos así. Yo edito en la revista ‘Gatopardo’ para Cono Sur y me llegan todo el tiempo cosas, y no hay tanto material increíble. Y yo leo absolutamente todo. Y una sola vez me pasó, con un colombiano que me mandó lo que era su tesis de doctorado, era un texto maravilloso sobre un escritor, pero un nene desconocido, X, que me voló la cabeza. Y le dije “tu texto tiene un potencial infernal, pero hay que trabajarlo parte por parte. Yo te ayudo pero las soluciones las tenés que encontrar vos”. Y lo hizo y lo publicamos. Yo lo invité muchas veces a que siguiera escribiendo, a que me propusiera ideas, pero desapareció, nunca más volvió. Ahí asoma de nuevo el tema de la pereza, pero ese chico tuvo su primera publicación en ‘Gatopardo’, con una nota de dieciséis páginas. Lo mismo que hicieron conmigo, trato de replicarlo y me parece que, como yo, lo hace mucha gente.
Esa persona que leyó tu texto era Jorge Lanata. ¿Hoy podrías trabajar con él?
No veo cómo podría trabajar con él porque no tiene ningún proyecto del que yo pudiera formar parte. Él me llamó cuando hizo ‘Crítica’, fue muy generoso, y yo en ese momento estaba en ‘La Nación’ y tenía claro que no quería trabajar en una redacción. Pero la verdad que el proyecto, tal y como me lo contó, era súper apetecible y creo que cualquier periodista con ambición se hubiera sumado, aunque después terminó muy mal.
Lanata habla mucho de “la grieta”, una supuesta polarización del país, en referencia al periodismo, pero también a la sociedad, ¿compartís esa visión?
Sí, creo que está fragmentado el discurso público y algo de eso se ve en la calle. La fragmentación no está buena, nunca, me parece. Está bueno que la gente defienda sus ideas, pero no que esas ideas te impidan sentarte un domingo a mediodía con tu viejo y tu vieja porque tienen dos miradas políticas diferentes. De hecho, ahora estoy haciendo un perfil para la Rolling y la perfilada no se habla con la mamá porque la señora está metida en una defensa que hiere directamente al Gobierno Nacional, y la mamá ataca la lucha de su hija. No es el fondo del perfil, pero sí es un reflejo de lo que estamos hablando. Me parece que esos enfrentamientos no suman nada.
¿Creés que el poner todo en discusión ayudó a desacralizar la idea que se tenía del periodismo?
A mí me parece que está bien debatir el periodismo pero yo no sé si éramos tan imbatibles como se decía. ¿En qué momento se dijo que éramos imbatibles?
Pero hay muchos periodistas que a día de hoy se siguen llamando “independientes”.
Es que yo nunca creí que el periodismo fuera impoluto ni la salvación de nada. A mí me da mucha gracia aquellos periodistas que se llaman independientes, ¿independientes de qué serán, de Avellaneda? (reímos).
Vos no, pero el clima de época así lo presentaba.
Es verdad pero, digo, qué ilusos aquellos que pensaban de esa manera porque la objetividad no existió nunca, es un cuento chino bien contado.
Trabajaste en varias revistas, algunas más alternativas y otras que pertenecen a medios tradicionales. Cuando te ofrecen alguna colaboración, ¿te ponés a pensar quién es el que te paga o para quién vas a trabajar?
No, porque no tengo una idea corporativa del oficio. Salvo alguna excepción, por ejemplo, me ha pasado, en un medio de afuera, que me advirtieron de un medio vinculado al narcotráfico y ahí decidí no colaborar, pero también es cierto que si te ponés a escalar hacia arriba, todos terminamos trabajando para cinco tipos y eso pasa en todos lados, no sólo acá. Si te ponés muy purista, sólo escribís para vos mismo, o ponés un blog y ya está.
¿Qué cosas te hacen decir “me quiero poner a escribir ya”?
Cuando leo un texto que está muy bueno, me pican los dedos. Me pasa que voy a buscar autores cuando estoy bloqueada pero también hay cosas inesperadas. Voy a buscar a Lorrie Moore, a Idea Villariño, Caparrós, ellos me inspiran. A Caparrós voy mucho a ver cómo soluciona cuestiones puntuales en una crónica.
¿Te llevás bien con la soledad?
Me gusta mucho estar sola, lo necesito, es vital para escribir, pero también me gusta mucho recibir amigos en casa y cocinarles, por ejemplo. Es uno de mis planes favoritos. Pero también me gusta mucho la frivolidad multitudinaria de algunas situaciones como un cóctel o una presentación. Eso de ir haciendo tocata y fuga, hablás dos minutos con éste, dos minutos con aquel, me divierte mucho. Si eso lo hago una vez cada cuatro meses, me encanta; si eso forma parte de mi vida cotidiana no, lo odio.
¿Sos bastante reacia a este tipo de eventos?
No sé si reacia pero me quita tiempo para lo mío, que es trabajar. Yo no vivo de hacer eso, de ir a presentaciones. Voy a las de mis amigos pero contados con los dedos de la mano, y a veces, ni siquiera. Yo no interrumpo una entrevista para decirle “discúlpeme, me tengo que ir a un cóctel”. Además, distrae mucho eso: cuando uno escribe necesita concentración.
¿Sos de ir a bares a leer o a escribir?
No, odio esa situación, sólo voy a los bares para que me entrevisten, no soy chica de bares.
¿Preferís escribir en tu casa?
Sí, totalmente. Pero hay escritores que hacen de los bares su casa, como Martín Kohan, que es un escritor que admiro muchísimo: él sólo trabaja en bares. Pero, ¿qué puedo hacer yo en un bar?
Mirar la gente pasar, por ejemplo.
¡No, para mí eso es una pesadilla! Es una pérdida de tiempo. A mí me gusta el movimiento: camino, corro, ando en el auto. Pero eso de estar sentado viendo a la gente pasar no es para mí: la contemplación me saca de quicio. No soy de esas que dicen, “ay, son las cinco de la tarde, me voy a tomar un cafecito”, ¡No!, estoy trabajando.
¿Tenés una libreta donde vas anotando cosas que se te ocurren?
No. Hago notas mentales y anoto todo cuando llego a mi casa.
¿Conservás amigos de tu infancia o son todos de tu etapa en Buenos Aires?
La mayoría de mis amigos son de esta última etapa. Cuando uno se va, se produce una distancia física y es muy difícil mantener el vínculo.
¿Hablás bien algún idioma?
Hablo muy bien el portugués, viví en Brasil unos meses. Y en inglés me defiendo más o menos bien, pero me pasa algo raro con el inglés, que siento como una voz que me dicta la lectura que no es la mía. Me distraigo cuando leo en inglés, no logro meterme en el texto. Leo ‘The New Yorker’ o ‘The Guardian’, pero reconozco que cuando el texto es complejo, me da un poco de lata. Me gustaría encarar esa lectura de una manera natural.
Es como entrar al mar cuando hace frío.
Sí, algo así. Y después no sé si es que me gustó mucho el texto o es que estoy súper orgullosa de mí que lo entendí (ríe).
¿Le dirías a un periodista que es fundamental manejar idiomas?
Sí, supongo que estaría bueno que manejara de manera fluida cuatro idiomas, por lo menos. Sobre todo para la lectura.
Dijiste varias veces, que de adolescente fuiste bastante rebelde y el “no” era una puerta para entrar a tu independencia y a tu libertad. ¿Qué es ser rebelde hoy para vos en este barrio, en esta ciudad, en este tiempo?
Creo que cuando uno es rebelde de adolescente, es rebelde de otra manera. Yo tengo un problema con la autoridad, no me gusta tener a nadie por sobre mí. Para mí la libertad es el valor supremo, no me someto a nadie y eso tiene un precio. Y a nadie quiere decir a un jefe, a un marido, a una religión, a un poder del Estado que me dice lo que tengo que hacer.
Una idea un poco anarquista.
Sí, muy, pero no anarquista de derecha. Pero en cuanto a la búsqueda de libertad, sí, soy un poco anarquista.
¿Y hoy ante qué te rebelás?
Mirá, me siguen enervando pequeñas cosas. Por ejemplo, si voy a una reunión de distintas personas, de hombres y mujeres y veo que se dividen los hombres por un lado y las mujeres por el otro, me jode mucho, muchísimo, me pone muy incómoda y no me vas a ver nunca con el grupo de mujeres. Nunca. Me enferman las charlas de mujeres, el estereotipo de esas charlas. Yo con mis amigas mujeres hablo de cine, de literatura, soy mala, hablo bien y mal de mucha gente, pero no hablo de “cosas de chicas”. Me molesta mucho el pequeño machismo cotidiano del tachero, por ejemplo, y yo no aguanto y le contesto. Yo no me quedo callada. Braulio, mi carnicero, que lo adoro, tiene alguna salida así y también reacciono. La cotidianeidad me ofende con una cantidad de cosas a las que yo reacciono y ahí se ve cierto costado rebelde. Por ejemplo, cuando estoy hinchada la paciencia en un viaje, -eso pasa muy poco porque soy una persona muy flexible-, cuando me quieren obligar a ir a un lugar y yo, por el motivo que sea, no quiero ir, nadie en el mundo me va a obligar a mí a hacer esa cosa, aunque yo sepa que eso signifique que nunca más me van a invitar a ese lugar, y si me negué a ir a almorzar con X capo, o el gerente del banco “pirucho”, yo no voy: nadie me obliga a mí a hacer algo que yo no quiera hacer. Si no estoy cómoda en un lugar, me levanto de manera amable y educada, y me voy. Pero así como soy educada, soy inflexible y creo que eso sí tiene que ver con aquella rebeldía de la adolescencia, porque yo siempre quise ser adulta para poder hacer lo que se me cantaba y siento que eso lo llevo a extremos absolutos.
¿Y sos consciente de que podés hacer lo que te gusta y que te pagan por eso?
Sí, claro, eso me produce una enorme felicidad y una enorme responsabilidad. No llega a ser patológico el tema de la culpa pero sí siento que tengo un privilegio grande y ese privilegio grande tiene que ser honrado, cuidado y agradecido. Yo trabajo para que eso suceda pero también siento que ese trabajo tiene que ver con que mucha gente fue generosa conmigo, por eso trato de corresponder esa generosidad y de ser, con los demás, como han sido conmigo, y trato de buscar talentos y de ponerlos a brillar en los lugares en los que yo puedo. Eso me gusta y lo disfruto mucho.
FOTOGRAFÍAS: Magdalena Siedlecki