Desde muy pequeña, la artista mexicana Carmen Mondragón demostró una profunda y precoz pasión por la vida. Hija del General Manuel Mondragón, el artífice del llamado Fusil Mondragón, creció en una familia burguesa de finales del siglo XIX, lo cual le dio la posibilidad de estudiar durante ocho años en París, Francia, en los que aprendió danza clásica, pintura, literatura y teatro. Desde los diez años destacó por escribir piezas de una profundidad ajena a su edad. En sus escritos Á dix ans sur mon pupitre se describió como un ser incomprendido: “Desgraciada de mí/no tengo más que un destino: morir/porque siento mi espíritu/demasiado amplio y grande/para ser comprendido/y el mundo, el hombre y el universo/son demasiado pequeños para llenarlos.”
A su regreso a la Ciudad de México, conoció al cadete Manuel Rodríguez Lozano, con quién se casó en 1913 y juntos partieron nuevamente a Francia donde vivieron hasta 1921. Lejos de su país, tuvieron un hijo de cuya muerte se sabe poco pero se especuló mucho. Se cree que en medio de una discusión entre Carmen y su esposo, el niño falleció de una brutal caída.
Una vez reinstalada en suelo mexicano, no sólo terminó su relación matrimonial sino que ella misma se convirtió en otra mujer. Al sumergirse en la escena artística de su tiempo, conoció al pintor y escritor Gerardo Murillo, mejor conocido como el Dr. Atl, encuentro que desataría su pasión desenfrenada. Fue un amor productivo, se escribieron cartas y poemas y fue la época más creadora para ambos artistas.
Carmen se convirtió en Nahui Olin, así con una “l” pues siempre marcaba la diferencia, “Mi nombre es como el de todas las cosas: sin principio ni fin, y sin embargo, sin aislarme de la totalidad por mi evolución distinta en ese conjunto infinito, las palabras más cercanas a nombrarme son NAHUI-OLlN. Nombre cosmogónico, la fuerza, el poder de movimientos que irradian luz, vida y fuerza.” Asimismo, el Dr. Atl, quien propuso el nombre, la describre en su poema Nahui Olin como: “Fulgor vertiginoso/Radiación destructora de la muerte/Ansia luminosa de mayor esplendor/Desesperación de mayor vida/lloguera en cuyo centro/vibra la llamarada azul/de tu más vivo deseo/Inquietud ardiente/Energía radiante/Flama suavemente coronada/de áureo resplandor/Fulguración en cuya lumbre la conciencia/se precipitó como planeta desorbitado/en el fuego de un sol …”.
Posteriormente, tendría varias parejas, entre ellos, el joven artista Matías Santoyo, y después, su gran amor el capitán Agacino, quién falleció en 1934 en condiciones dudosas: algunos dicen que tratando de salvar su barco durante una violenta tempestad, otros aseguran que murió envenenado en La Habana por haber comido mariscos en mal estado. A causa del suceso y con la promesa rota de su casamiento con el capitán, Nahui cayó en una profunda depresión de la cual se presume nunca pudo reponerse. Sus grandes ojos verdes no volvieron a tener la misma chispa que irradiaba aquella innata pasión e insaciable sed que reflejaban sus poemas. Quizá la decepción de no haber encontrado un amor con el cual sentirse comprendida, y que llenara su vacío existencial, terminó por aniquilar esa eterna búsqueda de sentirse plena.
Era común verla deambular por la Alameda vestida con harapos. Cuentan que nunca perdió su atractivo pero su descuidada figura para ese entonces inspiraba tristeza y compasión. Sus últimos años los pasó sola con sus gatos para finalmente cerrar sus ojos el 23 de enero de 1978 en la casa de sus padres a los 85 años. Su muerte pasó prácticamente desapercibida. Su figura y legado quedaron guardados varios años, hasta que su obra comenzó a ser expuesta por ahí de 1992, gracias al que podría decirse fue el primer rescatador de sus creaciones: Tomás Zurián. Éste encontró una fotografía de Nahui, joven y con el cabello corto, entre el acervo del Dr. Atl. El historiador quedó inmediatamente cautivado e intrigado. Las dos sensaciones a un tiempo.
A partir de entonces, la inusual vida de Nahui ha sido tema de investigación desde diversas miradas, lo cual es loable pues en su época destacó más por su personalidad que por su obra. Conocida por sus impulsos, belleza, sensualidad y sus diversos romances, ha sido retratada principalmente en las obras Nahui Olin: una mujer de los tiempos modernos, del historiador Tomás Zurián; y Nahui Olin, sin principio ni fin, de Patricia Rosas Lopátegui, en las cuales se recorre la producción artística de esta exuberante mujer.
Además de haber sido bella y cautivadora, su vida es una muestra de atrevida e impulsiva rebeldía. Su apasionada forma de vivir rompió las convenciones de la época. Se rebeló contra el rol destinado para su género. “Las mujeres”, escribió, “son flores sin savia, flores para macetas”, ese es el “cáncer con que nacemos, estigma de mujer aprisionada y reprimida por los poderes religiosos y paternos”. Aunque no fue su objetivo, su lugar en la historia del avance y reconocimiento de los derechos de las mujeres es innegable.
Por otro lado, no se podría hablar del ejercicio de la libertad de las mujeres sin mencionar la relación de Nahui con su figura femenina. Su cuerpo fue fuente de creación y creatividad, admirada por quién se aventuraba a verla y capturada por los artistas de la época. Se atrevía a todo, fue de las primeras mujeres en la historia de México en posar desnuda. En realidad, se dice que aprovechaba la menor provocación para sacarse la ropa. El artista Diego Rivera la retrató como la musa de la poesía erótica, a partir del retrato que le hizo e incluyó en su primer mural llamado La Creación en el Anfiteatro Simón Bolívar. Mientras que Edward Weston la reveló en fotografías, ya que reconocía en Carmen la “chispa sagrada”; de la misma forma el fotógrafo Antonio Garduño le hizo una serie de imágenes, entre las que resaltaron las de su cuerpo desvestido, que fueron expuestas en la azotea de la Casa de los Condes en 1927. La exposición causó revuelo en las mentes reprimidas de la época, por “sus libertinas actitudes en contra del pudor y las buenas costumbres”.
Ese erotismo que tan bien reconoció Diego Rivera, estuvo presente, sin planteárselo, en la vida y obra de Nahui Olin. El escritor español José Antonio del Cañizo en su artículo Erotismo y Pornografía afirma que “Lo erótico es en nosotros una fuerza, maravillosa y creadora… […] el eros puro –se sepa o no, se sepa conscientemente o no- es, en sí mismo, insaciabilidad, afán de absoluto. Se busca una comunión con los otros a través de sexo, se vive una mística sexual, se anhela la felicidad, lo Absoluto, se busca –aunque la palabra suene como poco profana- lo ‘beatitudo’, todo lo cual es, en suma, una mística del sexo que intenta trascenderlo”. Así, Nahui Olin vivió desde las pasiones, desde la carnalidad erótica, anhelando la felicidad que podía encontrar en el vínculo con el otro, buscando trascender su crisis existencial. Lo lamentable fue que al perder a sus amores, se perdió a sí misma.
Pese a los prejuicios de la época a los que se enfrentó, disfrutó su sexualidad, reivindicando con sus decisiones el derecho al placer y a los instintos, abriendo brecha para la condición femenina, aunque su insaciable sed acabó por devorar esa racionalidad incomprendida, tan libre pero ajena a la mirada de su tiempo.