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MARTÍN KOHAN: REPLIEGUE Y EXISTENCIA

En las otras mesas, todos proceden así: toman un sorbo de café, muerden la medialuna y
dicen dos palabras. A la tercera, se olvidan por un momento de su amigo o de su pareja
y se miran a sí mismos. No es necesariamente una mirada utilitaria, aunque muchos, sí,
aprovechan para acomodarse el pelo o para rectificarse los anteojos. Esa señora, por
ejemplo, casi que vino al bar nada más que para mirarse: como si su casa estuviera
desprovista de espejos. Bueno, digamos que se le concede el pretexto de cierta
influencia del espacio. Las paredes espejadas, incluso las columnas, multiplican miles
de focos de luz noventosos hasta el infinito. Uno puede preguntarse por qué Martín
Kohan, un escritor de izquierda, elegiría un bar así para hacer una entrevista.

“No me gusta verme. No me gusta ser objeto de mi propia mirada. Hay ahí una especie
de narcisismo mediático y yo no me dedico a la autocontemplación”. —¡Ah, sí! ¡Me
acuerdo! —se sonríe un poco, con timidez, mientras se sirve Fanta de naranja en una
copa. Uno podría preguntarse por qué Martín Kohan, un escritor de izquierda, se pide
una Fanta de naranja en vez de un café con leche o una cerveza. Y preguntarse, también,
por qué se viste así, con una chomba Adidas, jeans y zapatillas deportivas.

—Eso fue hace algunos años, en una charla en la radio con Darío Sztajnszrajber. Que
me acuerde de lo que le dije parecería refutar mi propia expresión. Ser un contrasentido.
Pero Darío se refería a apariciones en la tele y yo usé el verbo ver, justamente, en un
sentido taxativo. Es así, como dije esa vez: no me veo. Jamás volví a verme, por
ejemplo, en el debate con Feinmann, por la toma de los colegios, o en aquella discusión
—Le hace unas comillas con los dedos a esa palabra— con Lopérfido, por los
desaparecidos. Por el contrario, sí me acuerdo de lo que argumenté, así, en un sentido
general…

Capturado por los espejos, tomado de refilón por ángulos inverosímiles, Martín Kohan
no se mira. Reverso perfecto del campo social que lo rodea, no se mira a la tercera
palabra, ni a la quinta, ni después del párrafo anterior. Tampoco se mira cuando la
charla decae un poco, a pesar de la profusión empalagosa de espejos. A los 58 años,
dice que “no siente la escritura como un juego, sino como un gesto de repliegue”. ¿Pero
un repliegue hacia dónde? ¿Hacia qué lugar?

Todo empieza aquella noche que menciona Leila Guerriero en el perfil recopilado en su
libro Zona de obras. Ese 24 de diciembre en el que Martín, un niño judío de ojos claros,
patea solitariamente una pelota en las calles de Nuñez. Primer repliegue: el niño escapa
de la mirada constituyente de los adultos. Ahí donde esa mirada lo necesita para
convertirlo en un objeto, en un decorado más del árbol navideño y de la mesa familiar,
el niño se vuelve puro sujeto. Este repliegue no significa patología alguna. Es, más bien,
su libertad.

En Muero contento, un cuento de Kohan publicado en 1994, es nada menos que el
sargento Cabral quien se debate bajo los avatares de ese mismo signo. Lejos de la
estatura heroica que le confiere la historia oficial, un Cabral reflexivo y vulnerable
busca, también, un repliegue: “¿Qué imagen brindaría un sargento llorando en el campo
de batalla? Cabral se avergüenza de tan solo pensarlo. Pero después recapacita: si él no
puede ver a los otros por culpa del humo, ni siquiera a los que pasan cerca, ni siquiera al
jefe que le grita y a quien él trata de ver, entonces, descubre conmovido, tampoco los
otros pueden verlo a él. Ahora no le parece tan mal estar un poco solo. La vida de
campaña tiene eso: que uno siempre está con un montón de gente. Todo el tiempo
rodeado de soldados que cuentan historias alrededor del fogón: llega un punto en que
uno quiere quedarse un poco solo”.

En la tele del bar están pasando un especial del Boca de Bianchi. Uno podría decir que
para Martín Kohan, un escritor fanático de Boca, los espejos son como la mirada de los
adultos que evadía cuando era chico. Después de todo, le devolverían la imagen del
adulto cabal, con arrugas y cada vez menos pelo que es. Por eso, cuando la charla decae
un poco, sus ojos celestes de niño se escapan hacia la tele, hacia un gol de Riquelme o
de Palermo, y luego vuelven de inmediato a la mesa, para seguir hablando de Emma
Zunz y de las clases en la Facultad de Filosofía y Letras.

Martín podría haber ido corriendo a abrir los regalos, a tirar cohetes con los primos, a
joder con el tío borracho, pero elige la soledad de patear la pelota. Esta elección
originaria, este primer repliegue, aparecerá el resto de su vida. Martín Kohan nunca
participará, por ejemplo, de talleres de escritura. La justificación que dará muchísimos
años después, quizá sin sospecharlo, será una actualización de ese acontecimiento
fundante. Dirá, sobre los talleres de escritura, que “tampoco la inmediatez de la
presencia grupal me atrae, más bien me disuade”. Es decir, seguirá pateando la pelota,
solo.

En las otras mesas, todos prosiguen así: apuran el último trago de un café ya frío, piden
la cuenta firmando imaginariamente en el aire y se miran al espejo. Martín Kohan
levanta el dedo pero no para pedir la cuenta, aunque el gesto se parece bastante a una
firma aérea e invisible. Es una especie de tic que tiene cuando explica un concepto muy
específico. A veces —se puede ver en el minuto 11:22 de una vieja entrevista con la
periodista Luciana Vázquez de La Nación que está en Youtube— parece que se sacara
las palabras de la boca con las manos.

Martín Kohan nació en Buenos Aires, en 1967. Se licenció como profesor de enseñanza
secundaria normal por la Universidad de Buenos Aires, después obtuvo la licenciatura y
el doctorado en Letras en la misma universidad, en cuya Facultad de Filosofía y Letras
es profesor de Teoría Literaria. Es autor de novelas, libros de cuentos y ensayos. Sus
libros fueron traducidos a innumerables idiomas. Con Ciencias Morales ganó el Premio
Herralde de Novela el año 2007. En 2017 publicó 1917, un ensayo sobre la Revolución
Rusa. Su último libro se titula El tiempo más feliz (2025, Siglo XXI Editores), y es su
primera incursión en literatura infantil.

Tal vez llegó, por fin para Kohan, el momento de mirarse. Y de ver reflejado a Martín
en ese espejo. El de la infancia.

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