El dramaturgo y director teatral argentino habla en esta entrevista sobre el proceso de la escritura y asegura que un mundo sin libros, música o teatro sería una calamidad.
En la casa de Mauricio Kartun hay olor a libro. La biblioteca, las mesas repletas, los estantes justifican el sentido. Es que este escritor jamás piensa en su bolsillo cuando habla de literatura. Puede gastar sumas cuantiosas de dinero en pocos minutos. Dice que lo suyo es casi alimenticio. Como si la librería fuera su almacén. Le interesa el libro como objeto, por eso en su arsenal cuenta con teatro, narrativa pero también manuales, libros de ciencias naturales y filosofía del siglo XIX. Está convencido de que las letras lo ayudan a entender: “Yo jamás sé cuando escribo lo que sé cuando termino de escribir. Yo sé a través de la escritura”.
Kartun nació en San Martín, provincia de Buenos aires, en 1946. Trabajó en el puesto de frutas que su padre tenía en el mercado. Estudió dramaturgia, dirección teatral, actuación y estrenó su primera obra en 1973: Civilización… ¿o barbarie?, en colaboración con Humberto Riva. Así marcó un momento en la historia del teatro argentino. Le siguieron muchísimas más, entre ellas Gente muy así, Chau Misterix, Pericones, Salto al cielo, La comedia es finita, Aquellos gauchos judíos y Desde la lona. Con el tiempo y la experiencia de la escritura se convirtió en maestro, coordinó varios talleres, creó la carrera de Dramaturgia en la Escuela Municipal de Arte Dramático y comenzó a dar clases en la Escuela Superior de Teatro de la Universidad Nacional del Centro, en Tandil. Y en 2003 dio un salto y escribió La Madonnita y la dirigió él mismo. Desde entonces, hizo otras seis obras y no buscó nunca más un director.
¿Te acordás cuál fue tu primer acercamiento con la literatura?
Tengo recuerdos infantiles de lecturas muy placenteras. O no sé. A ver, yo pertenezco a una generación en que la lectura era parte de la vida. Estaba. En ese momento, más allá de que mi casa en el barrio fue una casa pionera con televisión, el entretenimiento estaba muy vinculado a la lectura. Además, se recibían muchas revistas. En la semana, había ediciones para mi papá, mi mamá, para mi hermano, para mí. Y uno leía todas. El hábito de la lectura se creaba de una manera muy espontánea. Con los libros pasaba lo mismo. En mi barrio, en San Martín, había una librería en la que yo podía comprar todo lo que quisiese. Tenía cuenta corriente. Además para un hijo de inmigrantes los libros son el acceso a la comunidad de la cultura. Y mi viejo favorecía todo eso.
En el marco de todas esas lecturas lo que recuerdo como cimbronazo, como la aparición de algo que yo sentía que era la literatura, fue de muy pequeño leer Cuentos de la selva de Horacio Quiroga. Me recuerdo leyéndolos muchas veces, aprendiendo de memoria. Después pasé por Mark Twain, por Charles Dickens, por Stevenson. Y el otro golpe fuerte fue Roberto Arlt y los libros que encontré en la biblioteca de un tío. Fueron dos saltos muy fuertes y muy tempranos. Después vino todo lo demás. Empecé sistemáticamente a leer los autores que me interesaban.
¿Y en qué momento te diste cuenta que este podía ser tu destino?
Parto de una hipótesis. Yo creo que los escritores somos lectores degenerados. Hay un momento en que el placer de la lectura no alcanza y el género lector nos empieza a quedar chico. Empezamos a sentir que hay que ir del otro lado del espejo. En la escuela, en esta materia, me iba bien, eso de alguna manera señalaba un camino. Además, en alguna caja andará dando vueltas mi intento por escribir una novela policial en la adolescencia muy temprana, con 14 o 15 años. También tuve un diario pero la aparición de algo trascendente fue un cuento que escribí en una clase de italiano en el secundario, un cuento en primera persona. Lo escribí, lo tuve dando vueltas en un cuaderno durante un tiempo y un día encontré un concurso literario. Yo no tenía máquina de escribir, pero tenía una novia dactilógrafa. En un acto de amor y paciencia se puso a pasar lo que yo tenía manuscrito y eso me empezó a ordenar. Que alguien te pase lo que escribís es muy bueno porque te obliga a una primera corrección. Te empezás a editar. Tenía 20 años, presenté un cuento en un concurso y lo gané. No había podido terminar el secundario, mi padre había muerto y tuve que salir a trabajar en el mercado. Y al mismo tiempo con esta novia teníamos el plan de irnos a Estados Unidos pero de repente cayó este premio y fue la mirada que ordenó. Era por acá.
Me empecé a formar entonces de manera despareja, intuitiva, empecé a hacer cursos raros. Yo vivía en San Martín y me venía a la ciudad. El primero que hice fue un curso de literatura de vanguardia y eso para mí fue un gran descubrimiento. Y lo hice porque lo vi, lo tenía a mano. A partir de ahí estudié dramaturgia, dirección teatral, hice talleres y ahí arrancó. Fue todo prueba y error.
¿Y la llegada al teatro?
Esa fue muy curiosa. Yo escribía y tenía un grupo de tres autores que nos juntábamos y nos leíamos. Teníamos como una especie de folklore de escritores malditos de San Martín. Tomábamos vino y hablábamos de cosas que creíamos que eran trascendentes y en ese momento apareció un referente casual, un periodista que tenía varios libros publicados, incluso obras de teatro estrenadas, Hugo Loiacono, y él nos propuso que le llevásemos material. Y lo hicimos. Y un día en una de las devoluciones me dijo: “Tus diálogos los tenés que pulir, no es algo fácil, hay que buscarlo. Vos tenés facilidad pero no entrenamiento. Escribí teatro. Vas a empezar a encontrar la forma del diálogo”. La propia limitación crea la búsqueda de su sentido y su belleza.
Yo fui bastante al teatro con mis padres. Era un lenguaje que me resultaba sencillo. Leí teatro, pero un día encontré un curso de dramaturgia. Un taller. Y entonces en este plan de venir a la ciudad a formarme me anoté y fue la iniciación más feliz. Empecé a incorporar metodologías y también a cuestionarlas. Y rápidamente visualicé algo: la diferencia entre el acto social de la escritura teatral, siempre compartida, y el acto solitario del poeta o narrador.
¿Cómo se escribe pensando en un cuerpo que tiene que representar?
Es un fenómeno raro. Son formas. El teatro se escribe desde una percepción sensorial. Es imposible escribirlo si no estás escuchando esas voces. Necesitás encarnar. Hasta que los personajes no empiezan a hablar no crean esa forma curiosa. Es una especie de filarmónica. Suenan un montón de sonidos y cada uno tiene una singularidad. Pero una vez que lo tenés instalado, es un mecanismo natural que viene a tu cabeza. Y ahí encarnás, empezás a sentir con el cuerpo. Vos estás actuando de manera virtual. La escritura teatral es un teatro virtual. Yo creo que incluso el teatro se escribe con una parte distinta del cerebro que la narrativa en tercera persona.
¿Cuánto tiempo pasa hasta que te sentás a escribir?
Hay un trabajo de búsqueda. Yo trabajo mucho con acopios a los cuales van a parar imágenes, formas de hablar, el espacio… es material con aura, que tiene por alguna razón una resonancia particular. Así encuentro la voz de los personajes pero también la de la obra, el tono general. Recién en el momento en que empiezo a sentir en el acopio la presencia intrusiva de esos personajes, en ese momento puedo escribir. Cuando me apuro, a veces saco la torta cruda. La constitución previa de los personajes es interminable. Me fijo plazos para no seguir. Si hay algo emocionante es escribir acopios, porque son la posibilidad de emocionarte, de meterse en un universo sin el fastidioso compromiso de tener que darles escritura. Sin la necesidad de estructurar, el placer es extraordinario. Es una relación no comprometida que te da placer inmediato. Como en la vida.
¿Cómo es el proceso?
Mirá, tengo papeles, libretas, libretas y más. Una por cada proyecto. Y si fracaso, la doy vuelta y empiezo a usarla del otro lado para que no quede el testimonio de que fallé. Pero también tengo carpetas. Un ejercicio de un alumno que me hace pensar en algo. Cada tanto, cuando algo se vuelve más interesante, ahí si lo paso a la computadora.
¿Y de qué forma surgen los personajes?
Eso es muy particular. En general aparecen por el cuerpo. Ayer trabajaba en un personaje, de una familia que tiene diabetes. Y entonces empecé a trabajar sobre uno de los hermanos y apareció algo de la gordura, algo muy blanco, y también apareció algo asexuado y un docente. Yo parto del cuerpo y eso me va llevando. Todo esto empieza a constituir una imagen y ahora hay que ponerlo a hablar. En un momento llega una matriz y en el oído empiezo a escuchar a este profesor. Y entonces ya no falta más nada. Hay mucho trabajo de búsqueda. Escribo frases, frasecitas, palabras que usaría este personaje.
¿Qué es el tono propio?
Es la singularidad de todo escritor. Es la identidad. Si yo tuviese que describir mi tono te diría: es la forma que adoptan mis palabras para relacionarse con mis interlocutores. Cuando uno se sienta a escribir está rodeado de fantasmas, de espectadores ideales. Nunca me sorprendo escribiendo otra cosa que mi forma. Tengo gusto por las expresiones populares, el humor guarango, la aparición de algunas filosofías recurrentes en mis materiales. Me siento y aparecen y no hago esfuerzos. Eso es lo que le da elocuencia a la escritura.
¿Hay momentos en que te atrapa la zona de confort, el facilismo por una fórmula que ya sabés funciona?
Yo empiezo a sentir el agotamiento de las formas, las temáticas, los recursos, las convenciones. Me miro y me siento repetir. Entonces hay una búsqueda cada vez más exigente. No de calidad, sino de originalidad interna del material. No tiene que no parecerse a otro sino no pegotearse con otra cosa que haya hecho.
¿Cuánta importancia tiene para vos hoy la docencia?
Yo en los últimos años entendí que ni siquiera necesitaba tabicar al maestro del escritor. En realidad, buena parte de lo que enseño viene de una exposición de lo que hago como artista. Además, el trabajo en clase, cuando lo tomás de modo creativo, también crece y puede completarse. Esa mezcla a mí me parece que es un círculo virtuoso. Me ha permitido cierto estadio de libertad, que no tenía cuando arranqué. Antes pensaba que dar clases me sacaba tiempo de escritura. Hoy puedo hablar de los problemas con un texto en la clase, para airearlo.
¿Cambió tu escritura con tu paso a la dirección?
Una de las razones por las que empecé a dirigir fue porque me di cuenta que mis obras tenían un interlocutor invariable: los directores que podían dirigirlas. Entonces, a veces las obras tomaban un rumbo o planteaban una estética y había una especulación del tipo “pero esto no me lo va a dirigir nadie”. Comenzaba a escribir para los directores. Y eso me limitaba. Aunque también generaba una estética, una forma. Ahora, cuando me siento a escribir, borro el rol del director. Yo sé que lo voy a dirigir y me da libertad, pero no analizo cómo lo voy a resolver. Jamás anoto ideas de puestas. Respeto la autonomía. El texto es una presentación que el director representa. Necesito crear esa presentación y que provoque al director, aunque sea yo mismo.
¿Cuál pensás que es el rol del arte en la sociedad?
Soy un convencido entusiasta de las funciones del arte. Creo que el arte es la respiración de los pueblos. Que el ser humano en la sociedad vive atrapado en una red conceptual que creamos nosotros mismos y que de alguna manera defienden las instituciones, el campo posible de la ley. El orden. Lo que está bien. Es tan agobiante ese marco que nos resulta imposible pensar nuestras problemáticas fuera de los límites obsesivos de la falta de respuestas. No tenemos ninguna posibilidad de vernos fuera de esa red, por eso pasa esto. Están los que pueden pagar terapia y les permite objetivarse. Para todo el resto está el arte, un libro, la letra de una canción. La posibilidad de verse espejado en un universo que condensa el nuestro pero lo plantea como inteligencia narrativa: una narración que te permite entender. Ahí está eso que uno niega. El arte cumple la función de oxigenación. A veces se lo descalifica porque se lo ve de manera peyorativa como si esto fuera una propuesta de cambio inmediato. El arte te cambia la vida en la proporción de un granito de arena en un desierto pero tiene una función sanitaria fundamental. No podía imaginar el mundo sin arte.