Basta una máquina de escribir para que todo sea posible. El sonido de las teclas, su ritmo y voracidad decora y condiciona la música de la primera escena de Expiación, deseo y pecado (Atonement), una película británica basada en la novela de Ian McEwan. Dirigida por Joe Wright, parece una historia de amor trágico que ya se ha visto, escuchado o leído: Inglaterra, una familia de clase alta, servidumbre y dinero, lo prohibido y lo inevitable. Sin embargo, en su común apariencia es donde nacerá su encanto, su propio misterio.
Todo comienza cuando Briony Tallis (Saoirse Ronan), niña de “extraña mente y facilidad para las palabras”, como la describe McEwan en su libro, escribe una obra de teatro para recibir a su hermano mayor, Leon Tallis (Patrick Kennedy) y a su amigo Paul Marshall (Benedict Cumberbatch). Mientras tanto, sus tres primos, rebeldes mellizos y una adolescente presumida, están de visita en la mansión. Su hermana mayor es Cecilia (Keira Knightley) quién ya no resiste ni oculta su deseo por Robbie (James McAvoy), el hijo de la cocinera. Esto a Briony la irrita, la deshace lentamente. Vive en ella una cierta confusión de amor infantil por un joven que no le pertenece, un secreto que la desvela y moviliza, condicionando su historia.
La desaparición de los pequeños primos en una noche calurosa será el escenario para que Robbie sea el sospechoso de una violación que no cometió y la testigo será la pequeña escritora de la familia. La máquina de escribir vuelve a oírse mientras Briony declara el presunto ataque, la ficción comienza a sobreponerse a la realidad. En primeros planos de la protagonista, el sonido de las teclas es imaginación, no es la verdad, es todo lo posible.
De allí en adelante, el amor de Cecilia y Robbie pasa de secreto a postergado, de pasional a lejano. La guerra, los destinos olvidados, lo irremediable, el dolor y la memoria conviven. Todo ejemplifica la complejidad de los errores, las consecuencias de decisiones personales en las ajenas, los accidentes que batallan la conciencia. Es aquí donde se entiende la gran frontera que divide las ideas de la ejecución.
El personaje principal, desde pequeña, cuenta con una gran fantasía mental donde su ilusión se lía con deseos. Ahí mismo nace una búsqueda incesante desde la creación literaria: pasar de testigo a constructora de realidades. Al saber las expectativas de Briony se conocen sus secretos y, de a poco, su destino.
La histeria como condición del amor, la envidia como alimento del drama, la literatura como expiación. Aquí, una historia está dentro de la otra como un infinito de tramas: un novelista que narra la historia de una escritora que crea obras de teatro, que luego será autora de su propia ficción tratando de enmendar un grave error.
En este entramado surgen las diferencias y similitudes del arte de escribir en todas sus formas. En una escena, Briony le dice a Cecilia: “Si escribes una historia sólo tienes que decir la palabra “castillo” y puedes ver las torres, los bosques y las villas pero en la obra de teatro todo depende de otras personas”. El paralelismo de la dramaturgia con el guión cinematográfico es convertirse en un arte colaborativo, distinto es en la literatura donde el autor crea en un proceso más personal, más íntimo.
Algo similar ocurre con la música. La banda sonora del gran Dario Marianelli reitera una fórmula exitosa y conocida: una novela, su adaptación al cine, Knightley y Wright. En Orgullo y Prejuicio sorprendieron, en Expiación se lucieron, en Anna Karenina lo confirmaron. La música acompaña la trama con sutileza, embellece lo visual y enfatiza el drama. Está ahí, pendiente de las manos que escriben la historia, la sigue, la agiganta, la disfraza y empodera. Es otro arte que se hermana a la literatura y al cine.
En esta obra cinematográfica hay un encuentro renovado de la narración y el séptimo arte donde convive el mismo propósito: desarrollo de hechos que van sucediendo. En el primero, los estímulos son palabras y conceptos que el lector recibe de manera privada e íntima. En el arte cinematográfico las imágenes representan y evocan las acciones. En esas diferencias también reside lo que las ha unido para siempre: ambas tienen historias para contar. ¿Qué pasa cuando el cine propaga el arte literario o utiliza sus historias para contar las propias?
Expiación, deseo y pecado, más que un amor trágico, refleja ciertas virtudes, libertades y proezas de la literatura. Directores y productores de cine han llevado a grandes pantallas libros guardados en bibliotecas como Ladrona de libros o Historias cruzadas. En ellas, la lectura es protección, un acto de rebeldía o una forma de sanación. Allí se profundiza sobre el valor de los libros para las personas y la película termina cumpliendo un rol casi publicitario sobre la literatura e incentivo de lectura. ¿Acaso ver la película La sociedad literaria y del pastel de cáscara de papa de Guernsey no despierta ganas de leer?
Por otro lado, las adaptaciones como El gran Gatsby o las sagas de Harry Potter y El señor de los anillos, en cierto modo, universalizan las historias en salas de cine con amplias audiencias y, consecuentemente, aumentan ventas de libros. Aquí la literatura es alimento que el cine cosecha. Distinto es cuando una película como Sociedad de los poetas muertos trasmite la pasión de sus personajes por la palabra y la poesía, convirtiendo al film en una obra persuasiva para consumo de otro arte.
La relación entre la narrativa y el cine también se fortalece cuando éste último se expresa sobre la vida de autores. Entendemos a Virginia Woolf en Las horas y viajamos a la mente de un escritor en Medianoche en París. El universo literario se ha adueñado, quizá para siempre, de un rol protagonista en la historia de la industria cinematográfica.
Podemos decir también que Expiación, deseo y pecado es una metáfora de la narrativa: una noche se convierte en una sucesión de confusiones y decisiones que dan curso al destino de los personajes. En el acto de escribir, lo que sucede, lo que se esconde y lo que podría haber sido, otorgan infinidad de posibilidades. Acontece lo mismo en aquella necesidad de drama que las páginas encarnan en la mente de escritores y el fortalecimiento del acto imaginativo cuando la realidad no complace. Las mentiras y errores de la vida de los escritores pueden ser remediadas entre sus páginas como una suerte de redención interna, una depuración de la memoria, una expiación final.
El amor, la guerra y los personajes dan paso a la gran protagonista de la historia: la imaginación. Un beso de despedida de labios que no se tocaron, disculpas entre un té que jamás se tomó, los pies sobre la arena que no lograron tocar el mar. La escritura se enaltece y el cine vuelve a enamorarse de ella. En esta película las vidas de los personajes, en una noche, cambian para siempre. Una de ellas por propia decisión, las otros dos por circunstancias incontrolables. Parecida puede ser la ambición de la narración: elegir los propios finales y permitir que el lector, una vez que ha leído, ya no sea el mismo.
La escritora, Briony, trata de perdonarse y buscar excusas que la eximan de su error. En cierta forma, la historia se narra al mismo tiempo que se vive. El escritor es una especie de Dios, un Dios arrepentido que se satisface con lo que podría haber sido: asesina personajes sin mancharse de sangre y hace el amor sin rozar pieles.
Esta película es testigo y protagonista del romance entre el cine y la literatura. Una forma notable de contar virtudes, flagelos y miedos de escritores, las posibilidades de la narrativa y los embrollos de la mente. La historia vuelve a ceder el poder al escritor: congraciar al lector escribiendo un final que no ha sido, sorprender al espectador con un desenlace inesperado y moldear la ficción para alivianar la realidad. En fin, permitirle a las artes el lujo de un nuevo encuentro.