De mirada intensa y rostro firme, nace en la ciudad de Coyoacán (México), un 7 de julio de 1907, Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón, quien hizo de su arte y personalidad una dimensión autobiográfica y expresionista que mostró el lado más íntimo y doloroso de la femineidad dentro de un contexto social patriarcal. Se forjó a sí misma a través de sus tormentos físicos y psicológicos, su dualismo mítico azteca y su nacionalismo atravesado por la ideología comunista, convirtiéndola en transgresora para su época; mientras su amor obsesivo por Diego Rivera la tornaba esclava de un sentimiento.
A lo largo del siglo XX, la defensa del indigenismo mutilado por la historia se convierte en el eje de debate y reflexión de los artistas mexicanos que buscaban una nueva identidad plástica que revalorizara y protegiera la cultura popular y autóctona. La tradición y la cultura indígena fueron elementos unificadores ante la necesidad de un nuevo concepto de nación, tras la primera revolución social de 1910. Dentro de este contexto histórico, político y sociocultural muy dinámico, surge la figura de Frida; un mito viviente que se hizo carne ataviada con los colores del universo, que vivió, amó, sufrió y luchó mientras se desintegraba para volver al todo mismo del cual provino.
Al igual que los aztecas y su mitología, fue conquistando territorios a través de su influencia, adoptando y cambiando los nombres a lo aprehendido llegando hasta nuestros días. Si bien Frida era no-clerical y no-religiosa, paradójicamente su ‘religión’ fue el concepto del dualismo, en el que el destino estaba trazado para todos, pero ella necesitaba e intentaba torcerlo. Para ello, crearía un lenguaje pictórico único que a su vez le sirviera de catarsis para narrar los acontecimientos de su vida cotidiana en un acto de expiación del alma. Su mundo interior se refleja en todos los objetos representados, los cuales se ven revestidos de simbolismos y significados diferentes para cada una de sus obras como producto de la confluencia de factores como: creencias, ideología, su personalísima vida y sus raíces. Se puede observar en “Unos cuantos piquetitos” (1935), la forma en que combinó el lenguaje iconográfico cristiano -como expresión de la creencia del pueblo- y una noticia del periódico, para exteriorizar uno de sus más grandes dolores: la infidelidad de Diego Rivera con su hermana menor Cristina; o en “Recuerdo o El corazón” (1937), en donde su sentimiento de impotencia y desesperación ante la doliente situación, se muestra a través de su falta de manos.
“La tristeza se retrata en todita mi pintura, pero así es mi condición, ya no tengo compostura.”
Expresarlo todo simbólicamente, suena como un lema que la retrata de pies a cabeza y lleva a detenernos un poco en su vestimenta: al principio masculinizada y luego -para dar gusto a Rivera- como tehuana. La moda era su forma de terapia y ocultamiento de su discapacidad, en la que confluyeron elementos europeos y nativos, en franca recuperación de lo mexicano. Así, entre telas de origen nacional y encajes franceses, se transformó en una obra de arte que la llevó a aparecer en la revista Vogue, en el número de octubre de 1937, creándose un vestido en su honor llamado La robe madame Rivera, de manos de la diseñadora italiana Elsa Schiaparelli. Las joyas formaban parte de su atavío, las cuales iban aumentando de tamaño conforme se acrecentaban sus dolores, y los tocados con flores o cintas, mostraban el tiempo y la dedicación empleados a la creación de una identidad que se diferenciara de los cánones europeos.
“Si actúas como si supieras lo que estás haciendo, puedes hacer lo que quieras.”
Desde los exvotos y retablos, pasando por las naturalezas muertas, de los paisajes de fondo con exuberante vegetación a lo desolador, y llegando a los autorretratos con y sin sus animales; vemos que siempre es Frida con su sentir en el momento exacto en que debía plasmarlo. Nunca separa la identidad de la pintura, ni su mundo interior de los colores aplicados; todo gira en torno a la cosmovisión que tiene del mundo exterior, lo que la rodea, en conjunción con su vasto universo interior. Nada queda librado al azar, ni siquiera su tan marcada obsesión por Rivera (“Autorretrato con el pelo corto”, 1940; “Autorretrato como Tehuana o Diego en mi pensamiento”, 1943; entre otros), o su fracaso ante la maternidad (“Henry Ford Hospital o La cama volando”, 1932), o sus ideas políticas (“Allá cuelga mi vestido o Nueva York”, 1933, en donde ironiza al capitalismo en un collage; “El marxismo dará salud a los enfermos”, 1954, expresa su devoción por el comunismo y su fe puesta en la revolución como libertadora del dolor), o su carácter como también su procedencia (“Las dos Fridas”, 1939; puede interpretarse asimismo como su sentimiento de soledad en donde sus única compañía era ella misma), o la bisexualidad (“Dos desnudos en un bosque o La tierra misma o Mi nana y yo”, 1939). Todo es dual. Sin represiones ni tapujos.
Logró pintar el mundo femenino desde la más completa soltura, siendo su primer aborto espontáneo -y la motivación por parte de Rivera-, el comienzo de una serie de obras representando los ciclos vitales. La obra de 1932, -puntualmente- “Henry Ford Hospital o La cama volando”, marca un antes y un después en Frida mostrando no sólo el devastador acontecimiento maternal y los elementos ligados al cuerpo femenino, sino también su funcionamiento al interior de este. Así expresó sus emociones en una carta a su médico de confianza el Dr. Eloesser: “Tenía yo tanta ilusión de tener a un Dieguito chiquito que lloré mucho, pero ya que pasó no hay más remedio que aguantarme… En fin, hay miles de cosas que siempre andan en el misterio más completo. De todos modos tengo suerte de gato, pues no me muero tan fácilmente, ¡y eso es siempre algo!”.
Y Diego Rivera, lo explicó de esta manera: “Frida empezó a trabajar en una serie de obras maestras que no tienen precedente en la historia del arte, cuadros que exaltan las cualidades femeninas de la verdad, la realidad, la crueldad y el sufrimiento. Ninguna mujer jamás plasmó en un lienzo la misma poesía agónica que Frida creó durante ese período en Detroit.”
Mientras Diego pensaba en el lenguaje pictórico y la originalidad, Frida seguía cuidando de sí misma en soledad y desintegrándose agónicamente. A medida que su salud empeoraba, e incluso, cuando trasladarse implicaba grandes esfuerzos en la silla de ruedas, Frida seguía aferrada a la vida dando clases de pintura en su casa a un grupo de estudiantes a los que nombró como Los Fridos. Pasaba mucho tiempo en el jardín con sus mascotas, valiéndose de estos para recrear gran parte de su obra y personificar la necesidad de crear una familia. “Eran las cosas sencillas de la vida -animales, niños, flores, el paisaje- lo que más interesaba a Frida”, según recuerdos de Emmy Lou Packard (asistente de Rivera, que vivió algunos años en la Casa Azul, junto a ellos). La sencillez de los intereses combinados con la complejidad interior, se lo puede apreciar – por ejemplo- en las obras: “Autorretrato con collar de espinas y colibrí” (1940); “Yo y mis pericos” (1941); “Autorretrato con monos” (1943); “Autorretrato con changuito” (1945).
En los últimos años de vida, las pinceladas sobre el lienzo se tornan más sueltas y descuidadas; las naturalezas muertas se ven cargadas de mensajes y símbolos políticos, aunque su nacionalismo sigue intacto. Entretanto, continúa tenazmente luchando por acallar sus padecimientos: “Quise ahogar mis penas en licor, pero las condenadas aprendieron a nadar.”
Ya en el ocaso de sus días, realizó una obra que poco después ocultó porque mostraba una vitalidad inexistente, según la artista. A esa pintura la llamó “Autorretrato en una flor de sol” (1954), en la que se observa claramente cómo poco a poco, en cada trazo la vida abandonaba su frágil cuerpo. Poco después, fallece un 13 de julio de 1954 en la misma ciudad que la vio nacer. Por un lado, la Frida que era, mientras que, por otro, en ese último lienzo reflejaba la Frida que quería ser. La pintura fue siempre su salvación ante la adversidad y la muerte su única compañía.
Nos ha dejado una serie de obras de excepcional sinceridad pictórica atravesada por los elementos más significativos de la cultura e identidad mexicana y su herencia vital personal, originando un halo de misterio a su alrededor, que motiva a quien busca descubrirla.
“Cada tic – tac es un segundo de la vida que pasa, huye, y no se repite. Y hay en ella tanta intensidad, tanto interés, que el problema es sólo saberla vivir. Que cada uno resuelva como pueda.”