“Una silla, una lámpara. Hay una ventana con cortinas blancas. El vidrio es irrompible, pero no temen que nos escapemos. Una criada no llegaría lejos. Temen otras formas de escape, aquellas que podés encontrar en tu interior”
June.
June está sentada contra la ventana, velada por un halo de luz que viene de afuera, vestida de rojo, su mirada es un puñal directo a la conciencia. Ya sabemos que llegó allí porque no pudo escapar. Que trataron de huir, ella, su compañero y su niña. Una cámara en mano filma esa cacería enloquecida: sentimos los pasos de June sobre las hojas secas y las ramas del bosque. Han disparado a Luke y ahora van por ella. Corre con Hanna en brazos, los fusiles le respiran en la nuca, sentimos su aliento agitado, su carrera imposible al jadeo desbocado de los perros de caza. Logra ocultarse en una lomada, debajo de un árbol. Tiene en la cabeza los pies de sus captores. Abraza a la niña. El instinto de supervivencia es sabio: no se mueven, no quieren ver, no respiran. Pasa un tiempo incontable, infinito, hasta que escucha que por fin se alejan. Entonces, vuelve a respirar, a mirar al frente, a correr. Tiene que escapar, tiene que llegar a la frontera con Canadá, pero la niña pesa, el bosque está lleno de obstáculos y “ya llegan mami, ya llegan”, le arrancan a su hija, un golpe en la cabeza y todo se vuelve negro.
Estamos entrando en Gilead y las luces serán un espejismo de la libertad perdida, un recuerdo del afuera que alguna vez fue cotidiano, seguro. En sus recuerdos luminosos June comenzará pronto a ver indicios de la pesadilla que le toca, y más de una vez se preguntará cómo no se dio cuenta, cómo permitimos que ocurriera esto.
El cuento de la criada (The handmade’s Tale) es la serie más exitosa del 2017, con 8 merecidos premios EMMY. Creada por Bruce Miller, producida por MGM/ Hulu y estrenada por Paramounth Channel para Hispanoamérica. Ya lleva dos temporadas y este año se ha firmado la tercera. Está basada en la novela homónima de Margaret Atwood, publicada por primera vez en 1985, premiada y traducida a 40 idiomas. En principio podríamos ubicar esta obra en la misma serie de otras que la misma autora ha señalado como influencias y que también han sido adaptadas al lenguaje audiovisual, en este caso, cinematográfico: es inevitable la referencia a 1984 de Orwell y a Un mundo feliz de Huxley, ambas paradigmáticas entre las distopías clásicas. Si la utopía es ese lugar que de tan perfecto no existe pero guía nuestros pasos hacia un ideal siempre inalcanzable, Gilead, el mundo distópico que imaginó Atwood, es la síntesis de lo indeseable: escenario de un desastre ecológico resultado de la explotación de la naturaleza concebida como stock en el marco del capitalismo más salvaje. El miedo a la extinción de la especie, dado por un descenso sin precedentes de la tasa de natalidad, enciende la mecha del caos social y político en el que regímenes autoritarios como el de Gilead prenden, avivando la llama que mejor conocen: el terror.
Un Estado totalitario, con un gobierno dictatorial y teocrático, que funda sus doctrinas en verdades religiosas que colocan a la familia como la institución principal de la sociedad, al varón como centro de autoridad y a la natalidad como causa primera ¿Tan extraño nos suena todo esto?, ¿qué tan lejos nos queda Gilead? La pregunta repica como resto diurno de nuestras peores pesadillas y es en sí misma sintomática: ¿no es acaso una realidad la estructura patriarcal y capitalista como modo de ver y actuar en el mundo? Tal vez por eso a Atwood, que además colabora con los guiones de la serie y es asesora de la producción, no le cierra la clasificación de distopía para su obra. Tampoco la de ciencia ficción, que puede asociarse a la construcción de un mundo inverosímil. Una distopía es un lugar terrible que aún no existe. Y parece que el principal efecto de sentido que la autora de esta trama se propone lograr es advertir el desastre como algo no solo posible, sino también latente. Los cuentos de la criada son brutales, pero totalmente verosímiles. Miramos la serie y la memoria se nos abre como una herida y sangra. El relato ancla en lo más doloroso de nuestra experiencia.
Atwood nació en Canadá, en 1939. Escribió el libro en los ‘80, mientras vivía en Berlín occidental: “el imperio soviético seguía firme y no iba a derrumbarse hasta cinco años más tarde (…) Todo esto influyó en lo que estaba escribiendo”, dice en el prólogo de la última edición de su libro. Desde el comienzo de la serie como en un tren fantasma, entramos en la historia y vemos persecuciones, secuestros, torturas, exilios, mujeres concebidas como incubadoras humanas, ejecuciones públicas y aleccionadoras a quienes tratan de escapar, fronteras con muros custodiados, ascetismo, higienismo y vigilancia panóptica por doquier. La trama no oculta las referencias al nazismo y sus campos de concentración, a la apropiación de niños en la última dictadura militar en la Argentina, a la historia de la esclavitud y a la persecución a las comunidades LGTB. El relato lleva consigo el eco del horror ya conocido.
La escritora cuenta que se preocupó porque el libro representara “lo que James Joyce llama la pesadilla de la historia”. Su regla fue construir un relato cercano a la realidad, sin eventos ni tecnologías que no hubiesen ya sucedido o existido. Por eso habla de una ficción especulativa. Más cercana a esa línea están los estudios literarios que la clasifican como una distopía crítica, que a diferencia de la clásica, no solo muestra la opresión sino también una salida posible. Si el lenguaje construye reflexivamente el contexto en el que la realidad que habitamos resulta explicable, entonces no es menor pensar que esta obra puede ser una advertencia y por ello, albergar una esperanza: Nolite te bastardes carborundorum, dice el mensaje que encuentra June escondido en el armario: no dejes que los bastardos te aplasten.
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Como puntos encadenados de un tejido complejo, la trama enlaza de un lado con la memoria y del otro con el presente. La serie se estrenó en EEUU durante la campaña presidencial de Donald Trump. Sus declaraciones racistas y misóginas eran mucho más que un presagio. Cosas de la sincronía, o de magia del marketing, el estreno también coincidió con la explosión del movimiento “Me TOO” en Hollywood. Mientras tanto, en la Argentina, recordemos, por si hiciera falta: las marchas del movimiento Ni una menos y con ellas la mayor visibilización de las denuncias que el movimiento feminista, con toda su heterogeneidad y complejidad a cuestas, realiza desde hace décadas.
En este contexto y mientras se desarrollaba el debate por la ley de legitimación del aborto, escuchamos discursos dignos de Gilead, como el de Albino y su apología al no uso del preservativo, o las ideas del diputado Pinedo, que en resumen propone que las mujeres con embarazos no deseados estén obligadas a llevar a término la gestación para, luego, entregar el bebé en adopción. Por su parte, en los argumentos que bregaban por la ley, la serie fue nombrada más de una vez: la periodista Florencia Alcaraz se refirió a ella en su discurso durante el debate en el Congreso de la Nación. También lo hizo la diputada Victoria Donda, cuando se discutía la media sanción en diputados. Incluso, Margaret Atwood se pronunció en una carta a la Vicepresidenta Gabriela Michetti, quien dijo que no hubiera permitido la interrupción del embarazo en casos de violación. Dichos que además le valieron, en grafitis y en las redes sociales, el “meme” de la tía Lidia, uno de los personajes más sádicos de la serie.
Las Criadas han sido evocadas por activistas y performances en el mundo. En Buenos Aires lo hicieron a partir de una convocatoria del Colectivo Periodistas Argentinas, en el marco de la lucha por la legalización del aborto. Fue conmovedor verlas marchar frente al Congreso de la Nación, en el Parque de la Memoria, en el Monumento a la Bandera. Acompañadas por la prestigiosa Elena Rogger, que leyó un fragmento del prólogo del libro. O sosteniendo perchas, luego de que la ley fuera rechazada en el Senado. Intertextualidades, formas que asume la circularidad cultural: estas apropiaciones de la serie estadounidense más exitosa del momento hablan de las relaciones entre lo global y lo local, y entre la esfera artística, social y política que marcan una época.
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La que cuenta la historia es June, interpretada por la actuación sublime de Elizabeth Moss, ganadora del EMMY a mejor actriz. Artesana de una expresividad precisa y devastadora que le permite pasar de la sumisión a la bronca en un solo gesto, nos rompe la pantalla en con cada mirada a cámara y quisiéramos meternos en ese mundo horrible para hacerlo añicos con ella y empezar de nuevo. Su voz en voz en off y los flashbacks a sus recuerdos son recursos que ayudan a instalar esa posición enunciativa que explícitamente dice yo soy y nos interpela. June es quien cuenta, pero desde que entra en Gilead June será Ofred, y con su nombre perderá todo derecho a su humanidad. Desde el capítulo uno la serie es contundente: la historia de June será una historia de horror. Pero también de resistencias. La lucha para sobrevivir es una lucha que se juega desde la identidad: “Soy June, y voy a sobrevivir”, dice al final del primer capítulo, inmensa Elizabeth Moss, y nos lanza una mirada demoledora que sella el pacto de nuestra complicidad.
El tema del nombre es interesante, aquí la serie hace un giro con respecto al libro, donde nunca sabemos cómo se llamaba la protagonista. Lo que queda claro en ambas versiones es el significado de la denominación impuesta: Ofred es Of Fred, de Fred. Fred es su dueño. La denominación es la marca de una sociedad organizada en torno a jerarquías definidas por las diferencias entre los sexos que se traducen en relaciones de desigualdad que oprimen, especialmente a las mujeres, más aún a las pobres, más aún si son fértiles. Una vez más, la serie nos grita en la cara los efectos, reales, posibles, latentes de la desigualdad. La jerarquía estipula roles y castas bien definidos. Los varones más pobres trabajan y tienen derecho a una mujer. Entre ellos son privilegiados los guardias y los ojos: “Hay un ojo en tu casa”, le advierte Ofglen a Ofred y a partir de allí la vigilancia se hace cuerpo en ella. Every breath you take I´ll be watching you, cantaba The Police en los ´80, y quién nos dice, Atwood tal vez escribió algún capítulo del libro escuchando esa canción.
Las posiciones de mayor poder son para los Comandantes: los varones ricos que tienen una esposa, destinada exclusivamente a ser madre de sus hijos. Varias Marthas, mujeres infértiles que sirven en la limpieza, la cocina y otras tareas del hogar; y una criada: mujeres fértiles que como hembras en un criadero son sometidas para asegurar la reproducción de la especie, y de paso, los caprichos sexuales de sus amos. El vestuario, diseñado por Ane Crabtree e inspirado originalmente en los atuendos típicos de los puritanos que llegaron a EEUU en el siglo XVII, nos permiten reconocer de un vistazo los roles en los que se ubican los personajes: las Marthas visten de marrón, las Tías de gris. Rojo, como el fuego, la pasión o la sangre, símbolo de la fertilidad, para las Criadas. Verde/celeste, como el cielo, como la virgen María, para las castas Esposas.
¿Cómo es posible que semejante atmósfera opresiva sea un éxito televisivo?, ¿cómo podemos siquiera sentarnos a ver este drama? Requisito de la lógica de lo masivo, la historia tiene que tener una cuota alta de belleza. Y la tiene: es un horror bellamente contado. Las locaciones elegidas son dignas de Instagram. Es como si el dolor solo pudiera digerirse entre cielos celestes, flores, pajaritos y gente bella. La fotografía es preciosa y sutilmente dota a la trama de simbolismo. El juego entre las luces y las sombras tiñe todo con una atmósfera apacible, como de ensueño y trae a la historia las relaciones entre el adentro y el afuera, entre el presente opresivo y el pasado luminoso que no está, pero se filtra, se añora. La banda de sonido, especialmente las canciones que cierran cada episodio, nos sacuden los restos de la pesadilla y nos recuerdan que hay un lugar al que volver, un mundo allá afuera por el que luchar.
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En una ceremonia siniestra que apela a citas bíblicas como justificación de su demencia, una vez al mes, cuando están ovulando, las Criadas son literalmente violadas por el Comandante con el consentimiento y la participación activa de la Esposa. “Benditos los sumisos” dice, picana en mano, la tía Lidia. La interpretación de Ann Dowd, ganadora del EMMY a mejor actriz de reparto, hiela la sangre. El suyo es uno de los personajes más escalofriantes de la serie. Las tías ocupan un rol clave entre las castas de mujeres. Son las encargadas de asegurar la sumisión de las criadas al plan. Cuidan la obediencia a la doctrina a fuerza de mutilaciones, suplicios y vigilancia. La tía Lidia, juguetea con la psiquis de estas mujeres a las que de a poco despoja de su identidad, de su coraje, de su voluntad. Otra vez, la animalización es el tropo que da forma al relato: como a los animales domados que vuelven solos al corral, a las pobres criadas les queda la costumbre: “ordinario es aquello a lo que uno se acostumbra”, dice Lidia. La tía las coloca en una relación paradójica: si acatan sus órdenes sufren la doctrina, si no sufren el castigo. No hay salida.
¿O sí?
Una figura que se repite es la del círculo. El círculo es un espacio ritual, asociado ancestralmente a la femineidad. Hay una escena muy fuerte: en ella las criadas, sentadas en ronda, son obligadas a acusar de puta a Janine (Ofwarren), una compañera que fue violada. Por su culpa, por su culpa, repetirán. “Sí, acusarán a otras para cuidarse a sí mismas: lo vemos muy públicamente en la era de las redes sociales (…) Todo poder es relativo”, dirá Atwood al recordar su experiencia en el breve cameo que tiene en esta escena. Los círculos operan en la serie como rituales de sumisión y adoctrinamiento, pero de a poco las criadas se apropian de ellos para expresar la sororidad. Hay dos círculos conectados: el del capítulo I, cuando descargan sus pasiones más animales al ser obligadas a apedrear al violador de Janine. Y el del capítulo final de la primera temporada, cuando una a una se niegan a arrojar la piedra que lapidaría a su compañera. La transición entre estos dos círculos marca el pasaje de la bronca individual a la lucha colectiva, que será el eje de la segunda temporada. Con una June heroica a la cabeza, las criadas descubren que de una paradoja solo se sale por arriba: hay que re-nombrar el marco que designa la situación comunicacional: esto no es ordinario, esto no es el fin, esto es una guerra. Decir, por ejemplo: “si no querían un ejército, no nos hubieran dado uniformes”. Y entonces, la serie se vuelve una invitación a abrazar la resistencia.