Sobre Diario del afuera, de Annie Ernaux.
Qué tan difícil puede ser decir algo acerca de uno mismo. Algo realmente nuevo, valioso, que enuncie más allá del carnet, el gentilicio o la profesión. Y que ese algo sea revelador, que abra y que no cierre identidades, y que calle el rosario de fotos que braman desde el árbol genealógico.
Bueno es que, para decir, se tenga qué. Entonces podemos buscar un predicado sobre nosotros mismos, hay muchas formas. Por ejemplo se puede hacer terapia, correr, leer, amar, traicionar, respirar, consumir, mirar. Si exploramos una posible hipótesis o creamos una figura podemos decir que para buscar al ser reproducimos actos que van a caballito del verbo hacer, no del ser. El conocimiento del ser a partir de hacer.
Annie Ernaux en Diario del afuera ejercita la búsqueda de sí a partir de la escritura y la observación de las personas que habitan espacios públicos o semipúblicos. Uno encuentra en el libro una sucesión de pequeñas crónicas cotidianas, aguafuertes sencillas ordenadas según un criterio temporal. Milena Caserola lo publicó para la Argentina –el primero de esta escritora que se edita en el país– en el 2015, junto con La vida exterior.
Abre el epígrafe de Jean-Jacques Rousseau: «Nuestro verdadero yo no está por entero dentro de nosotros». Listo, señor, puede dejar de leer, está todo allí. Ahora, si quiere enterarse de un ejercicio de la retórica siga, por favor.
Autobiografía del afuera o conocerse a partir de lo que es el otro, de lo que podemos reconocer como nuestro en esa persona que no forma parte del cotidiano próximo y que puede ser la cajera del supermercado, el pobre hombre que pide dinero en el subte y tiene olor a mares de otra época, una madre y una hija que viajan desde los suburbios de París hacia el centro. Lo popular reconocido sin demora, como un signo de los primeros años. La autora dice, en la traducción de Sol Gil: «Palabras transmitidas de generación en generación, ausentes de los diarios y de los libros, ignoradas por la escuela, pertenecientes a la cultura popular (mi cultura de origen –por eso la reconozco enseguida–)».
Ernaux proviene de una familia de obreros de los interiores de la Francia de la década del 40 y accede al mundo letrado a partir de la universidad. En la actualidad es reconocida como una de las voces más audaces y originales de su país. Docente de lenguas modernas y autora de dieciocho libros, escribe novelas donde toma experiencias personales como materia prima. En 1974 empezó a publicar sus obras, la mayoría en la editorial Gallimard. Diario del afuera apareció en 1993 y se convirtió en su séptimo libro.
Como la mayoría de sus textos, este diario pertenece al género autobiográfico pero desde el ejercicio de una escritura breve. Recoge las impresiones de los días que se suceden entre 1985 y 1992. Lejos de la autocomplacencia o el romanticismo, aquí encontramos a una narradora que recorre la ciudad con un saber hondo, casi maquinal, aprendido hace tiempo y en otras patrias. A una observadora de los roles que flota por encima de las escenas sociales sin poder tocar tierra o gritar hundido. Las inocencias que perduran: la bronca ante las injusticias, advertir que la insatisfacción propia todavía está allí.
Ernaux parece tratar de acercarse, a partir de la literatura, a aquello que ha perdido. Pero no desde cierta mirada nostálgica, sino con el anhelo de tocar la textura de la vida. Como si la infancia, la lengua materna, estuvieran conectadas por algún hilo invisible a lo real y su mundo letrado contemporáneo, no.
La belleza plástica del gato despanzurrado contra el asfalto de la autopista, la moral de la sala de espera, la desjerarquización de los objetos culturales, el goce de lo popular, la carcajada sobre la conversación de dos intelectuales en el set de televisión, la reflexión sobre el poder y la relación desigual entre hombres y mujeres. Suburbios de la lengua que van quedando anotados en la libreta y se transforman en imágenes urbanas. Ernaux crea capas de lecturas múltiples a partir de restaurar el sarcasmo sobre lo letrado y recrear verosímiles cotidianos populares. Giro sobre el propio eje, torsión y mordida sobre sus propias nalgas para despertar del hastío del espejo del ascensor: «Estoy atravesada por la gente, sus vidas, como una puta».
Annie caminando por las calles parisinas. Annie escuchando la conversación que mantienen dos linyeras. Annie defraudada por aquel muchacho que le deseó la cartera y no el cuerpo. Annie anotando todo, cada línea de sus actores contingentes, cada sensación, con las cuales armará una película coral, fragmentos hilados a partir de sus reflexiones, sus valoraciones, sentires y miradas. En procura de no estar allí, de desaparecer del papel, intento vano de pasar desapercibida. Coser tan fuerte que el lector no note las puntadas.
Ernaux busca la poesía en los retratos realistas, practica un lenguaje austero y para ello adjetiva poco. Busca que el erotismo de la escritura permita pensar, quedarse con lo mínimo, lograr conectar con algo verdadero por acción del despojo. Desvanecerse, a ver si pasa algo.
Entonces no importa cuántos hijos tiene, qué desayuna; sino cómo caminan y miran los vecinos, qué lugares comunes constituyen lo social. Qué palabras de su infancia se caen de la boca de los otros que habitan la calle –ella las recoge como quien va detrás de los demás juntando las latas y botellas tiradas–. Dice Ernaux: «Son los otros, anónimos del subte, de las salas de espera, quienes por interés, enojo o vergüenza nos atraviesan, los que despiertan nuestra memoria y nos revelan a nosotros mismos».
Ernaux se acerca, con su voz, su tono, a las escritoras que exponen su intimidad buscando sentir algo sobre sí mismas, intentando desvelar un mundo, el propio. Clarice Lispector, pero también la narrativa de Alice Munro, la poesía de Idea Vilariño o la crónica de Leila Guerriero. Escritoras que persiguen el sentido de levantarse por la mañana, amasar el pan o de los árboles que pasan por el vidrio del asiento trasero de un taxi.
En ese panorama, la excepcionalidad de la autobiografía de Ernaux es el diario éxtimo. No ensaya el género decimonónico de lo íntimo, de la escritura en el hogar, sino que se mira en los otros de la calle hasta el suspiro asqueado de sí. Busca afuera como un intento de acercarse a la fibra pegada al hueso. Como si su intimidad tuviera que ver con lo foráneo, lo más suyo le es vedado y encuentra en la escritura una alternativa para salir de sus fronteras. Que lo más íntimo esté en el exterior, la impulsa a buscar en la tecnología de la escritura una ortopedia del yo.
Por otra parte, construye una figura de sí totalmente desclasada de su origen pero también de su presente. Es que no se identifica con el artista, ni con la señora de la fila del banco masticada por el maquillaje barato, sino con el linyera. Es que el lugar de Ernaux en la escritura es el no lugar. Entonces no dialoga con otros intelectuales de igual a igual porque parece despreciarlos: detesta la búsqueda de distinción. Aunque, tal vez, es posible que los envidie: le gustaría ser petulante y candorosa, oh, sí. Pero abre la boca y sus palabras letradas resuenan en la cavidad maxilofacial, en las paredes de sus oídos, no siente nada como verdadero, ni a esas cadenas de fonemas como valiosas.
Pero en Diario del afuera tampoco encontramos a una escritora que reproduce irreflexivamente la lengua popular. Ernaux sabe de la fiesta, conoce las inflexiones de la voz, el arte de interpretar silencios, aunque también las marcas ideológicas. La lengua aprendida en el hogar, reproducida en la calle, en los carteles publicitarios, representada como farsa en las mesas de saldo de las librerías del centro. A la vez, esta autora conoce la diferencia entre habitar lo real y lo simbólico y, entre ambos, la capacidad de sublimación. Sabe que la creación redime y porque sigue reconociendo el tufo de los linyeras en el subte es que no tolera sino con ironía que el escritor diga que padece su oficio.
Ni una astilla, nada
Annie Ernaux ejercita la extimación, no busca en el género autobiográfico clásico las claves de su ser, sino en el afuera. Para ello despliega una serie de estrategias que la alejan de sí misma para volverse calle, para transformarse en algo ajeno y de lo cual pueda decir algo. La temporalidad que construye no tiene que ver con el retrato psicológico o con la cronología, sino con lo existencial.
De todas formas, persiste en esta búsqueda una imagen de sí que no se encuentra, una navegación por los lenguajes sin poder tocar alguna costa. Y es que Ernaux es una exiliada de las lenguas, la de la infancia y la aprendida por elección. Edward Said dijo que una vez que emprende el viaje, el exiliado no tiene más lugar donde llegar, donde le sea otorgada una entidad. No hay retorno, ninguna lengua será otra vez la propia, la inocencia estará perdida y ninguna palabra alcanzará a satisfacer lo que se pretenderá nombrar. Ahora bien, está la imposibilidad, pero también la conciencia. La lengua es ajena pero en realidad siempre lo fue; la lengua mía, en la que expreso mi intimidad, es la del otro, la que aprendí.
¿Y es que acaso no somos todos exiliados de la lengua? Es probable que la morada del ser sea el colectivo, lo social, la calle donde usamos sin reflexión las palabras legadas, degenerándolas, prostituyendo el origen o vaciándolo de sentido. El otro está en mí o, mejor, el otro soy yo.
Resta emprender la autofagocitación. Arrancarse los últimos jirones de carne de los huesos y llegar hasta la astilla. Y darse cuenta de que no hay nada. Que no hay respuesta, algo, algún ente que ate a un nombre, un origen, un destino, no hay nada más allá de los que caminan la calle. Que se está siendo en los otros. Y que no hay hacer que valga, que sea suficiente ni que aleje de la angustia de la imagen congelada de uno mismo.
gracias , me gustan estas escritoras , me gusta que fabriquen escrituras bellas con lo que no sabemos mirar de la vida de los hombres
Gracias por tu opinión, Aurelia. Nos encanta que hayas disfrutado de la lectura de este texto sobre Ernaux. ¡Saludos!