Alan Pauls (Segunda parte)
Por Dolores Caviglia
Alan Pauls hace ya más de 40 años que escribe. Periodista, crítico de cine, profesor, guionista. Trata de terminar un libro con alegría a pesar de creer que la literatura tiene algo de marrano que se revuelca en el barro porque “hay cierto placer por chapotear en el lodo del lenguaje”. Afirma que no se puede leer mientras se come pochoclo, que leer es un trabajo que desafía a la pereza. Y también están los hijos, esa droga tardía, esa adicción que desordena y multiplica los sentidos.
¿Por qué escribís?
Me parece que hay cierto placer por chapotear en el lenguaje, un goce medio chiqueril, de chancho en el chiquero del lenguaje. Cuando escribo me siento medio así: me refriego en el lodo del chiquero. Y creo que realmente escribir tiene que ver con esa experiencia muy primaria, más que con la de inventar mundos. Me produce mucho placer la escritura como modo de inventar soluciones imaginarias para problemas reales. Me gusta ese poder ridículo. Me gusta esa posibilidad, la idea de que escribir es una posibilidad de reordenar, cambiar, invertir, mejorar. Es experimentar una cierta relación con el lenguaje.
¿Qué relación buscás con el lector?
Me gusta que haya un vínculo más equívoco. No pensado por mí. Me interesan más los malentendidos que las relaciones satisfactorias. Una cierta relación de tensión, de intercambio. Porque uno nunca escribe lo que quería escribir, escribe una negociación entre lo que quería escribir y la estructura que el libro le propone. Es más aleatorio.
Pero me gusta conversar con los lectores, porque la lectura es una conversación. Lo que tirás no es exactamente lo que te devuelven.
¿Escribir te ayuda a comprender?
No en el sentido de que me haga más sabio. El saber de un libro es el saber de ese libro en relación con los problemas que plantea, no es un saber trasportable a la vida. Lo que yo sé del amor está en El Pasado pero eso no me inmuniza a las desgracias del amor. No tengo ni la más puta idea de lo que es el amor. Todo lo que sé lo sé de esa relación y está escrito en ese libro. Esas son las diferencias entre saber y escribir. Entre ser el titular de la cátedra Amor en la facultad y escribir una novela. No tiene nada que ver. Pero sí ayuda a comprender en el sentido de que cuando escribís sometés una cierta materia a un tratamiento y lo que hacés es básicamente inventar simuladores que pongan a prueba distintas posibilidades que tienen que ver con cierto problema. Hay una especie de actitud de experimentación que tal vez sí te da cierta idea de qué pasaría si. Pero son siempre comprensiones muy parciales, muy en el aire, muy abstractas. Y nada garantiza que esos simuladores te sirvan en la vida real. Hay un divorcio básico en el que creo: el saber no te impermeabiliza contra las cosas de la vida. Pero sí me parece que te ayuda a entender, a anticipar. Muchas veces uno escribe sólo sobre las cosas a las que no puede dar solución. La comprensión de un libro puede hasta ser la comprensión que te da el psicoanálisis: no es que no vas a tropezar más con esa piedra, pero le vas a ver el encanto. Vas a ver qué te seduce de esa piedra. Qué encanto tiene esa piedra con la que tropezás todo el tiempo. Vas a entregarte a ese encanto con menos juicio, menos exigencia, con más levedad, con más humor. Consciente de eso es lo que te gusta, no el obstáculo. La piedra es tu felicidad. Aprendé a hacer de tu piedra una piedra preciosa.
¿Cómo te vinculás con las historias cuando las terminás?
Hay una obligación de volver que es un poco la rutina de acompañar un libro cuando sale; en general depende mucho del estilo. Los libros tienen como una vida para quien los escribe mucho más larga que hace 20 años. Escribo hace 40 años y te puedo decir que uno está más con el libro que antes cuando salían y no se les daba mucha bola: a los medios no le importaba lo que publicaba la gente joven. Ahora hay un nuevo mundo que es internet. Los libros rebotan mucho y eso te obliga a estar más pendiente. En general a mí me gusta hablar de lo que hago, me gusta que me pregunten, me gusta volver al libro aunque no los vuelvo a leer. Pero me gusta que me obliguen a pensar lo que hice o a hablar sobre eso. Si me hacen buenas preguntas, respondo bien. Y a veces hasta pienso cosas que no son idiotas sobre lo que escribo.
¿En qué estado terminás un libro?
En general, en un estado de alegría. Es raro que así no sea. Nunca pensé al terminar un libro: “Es lo mejor que pude hacer”. Nunca fue desde la conformidad. Siempre escribo todo lo que tengo que escribir, trabajo todo lo que tengo que trabajar para terminar el libro en estado de felicidad. No con temor, sino con ganas de ver qué pasa. Tengo ganas de enfrentar los ecos de ese libro: si gusta, acá estoy; si no gusta, estoy acá igual.
Eso sí, el modo en que terminan los libros es otro problema. Muchas veces me pregunto si el tiempo de terminar el libro es ahora. Pero no es algo que tenga que ver con si estoy conforme con lo que hice sino más bien con el timing del final, que es bastante complicado. Las cosas que yo escribo tienen un final que no está implícito en la lógica del libro. No es como la novela del siglo XIX o la narrativa más clásica, que tienen una lógica más bien orgánica en donde en la premisa de la ficción está incluido el desenlace. Lo que yo escribo tiene algo más aleatorio, mas contingente; entonces el final siempre es una instancia muy enigmática que puede venir porque lo decido pero también porque hay algo del mundo que se me cruza y lo interpreto como una señal de que el libro tiene que terminar. Las cosas se resuelven de modo más arbitrario, idiosincrático. No soy un escritor que ata cabos, los libros que escribo no piden eso. En este sentido, el final siempre tiene algo de debatible.
¿Qué te da un libro a diferencia de una película?
Son experiencias muy diferentes. El cine me propone ese pacto del entretenimiento popular, forma parte de la potencia genial del cine: articular la potencia híper artística con algo muy de feria. La literatura para mí nunca fue eso, sino una experiencia muy singular. De hecho creo que nunca leí libros mal escritos, mal pensados. Ya no llegan esos libros a mí, mi propia práctica de lector no común hace que esté aislado. La literatura me propone una especie de incertidumbre total: no sabés qué es eso, nunca. El cine, aun cuando cada tanto te enfrentes con un objeto totalmente nuevo, siempre es más reconocible. La literatura es algo que conozco muy bien, en lo que estoy chapoteando desde hace muchos años, tengo una cierta experiencia; pero abro un libro y sigo preguntándome. En el cine ya no me pasa, o me pasa frente a objetos muy extraños. Esa es la paradoja: puedo leer una novela buena pero convencional y siempre tengo esa pregunta; en el cine puede ver una película muy sofisticada y ya no tengo esa pregunta. La literatura siempre me enfrente con algo muy opaco.
¿Vale leer cualquier cosa?
Hay que leer buenas cosas. Es posible además. Las buenas cosas no son ilegibles. Hay buenas cosas en todas partes, no sólo en Stendhal. Hay libros geniales que se venden mucho, la novela de 6 tomos del sueco Karl Ove Knausgård. Podes decir que es cualquier cosa y es genial porque plantea problemas que son súper interesantes. No es que la literatura es como la música clásica. Andá al kiosco de libros de Ezeiza y lo vas a encontrar. La literatura buena ya no es una torre de marfil. Pero implica un cierto trabajo. No podés leer un libro mientras comés pochoclo. El libro no tolera eso, ni siquiera el más fácil. Leer es un trabajo, ver no es un trabajo a no ser que una película te obliga a mirar. Eso, para el mundo de pereza en que vivimos, es raro. No hay que ser cultos para leer, hay que dejar de ser tan perezosos. Hay que levantarse del sillón. El “no entiendo” no es la excusa porque no importa. Hay millones de cosas que leí y no entendí nada. Creo que las cosas que más me afectaron son las que no entendí y probablemente no entienda hoy. Nunca no entender fue un obstáculo para el arte. Muchas veces es una fuerza fenomenal. Es una excusa de fiaca total. El problema es la pereza, el conformismo, cierta mediocridad, cierta falta de exigencia. Siempre se critica a los escritores argentinos y se les reclama que escriban para el pueblo, yo pondría el juicio en el público. Es tiempo de que dejen la pereza.
¿Qué estás leyendo ahora?
La autobiografía de Oliver Sacks. Puedo empezar varios libros al mismo tiempo pero uno me gana y los otros tienen que esperar.
¿Qué estás escribiendo ahora?
Un trabajo que me llevó más de lo que hubiera pensado: un ensayo sobre el cineasta chileno Raúl Ruiz. Sigo con eso, un proyecto que ya tiene casi tres años. Se me complicó por muchas razones pero la más interesante es que el libro se me volvió más complejo. Además, ya estoy empezando a pensar en una posible novela. Pero estoy muy padre, me intereso mucho con mi hijo. Creí que a mi edad iba a ser distinto. Pero estoy muy interesado. Tengo menos tiempo para escribir y una vida más desordenada. Es como si estuviera adicto a algo, como con mi hija mayor, exactamente igual. Toda la experiencia acumulada con mi hija de 22 años no me genera nada que haga menos atractivo ver lo que pasa con el varón. Creo que esta es la razón por la que la gente que no tiene hijos decide no hacerlo: saben que esa es la droga.