SEVILLA
Por Jesús Carrasco
Fotografía: Alejandro Espadero
Todos vivimos en algún lugar y la mayoría hemos sido alguna vez turistas. Como todo el mundo, yo me levanto por las mañanas y dedico mis días a asuntos cotidianos: el trabajo, la familia, el cuidado de la casa, esas cosas. Me muevo por el centro de Sevilla, mi ciudad, con naturalidad. Bajo a comprar el pan, salgo a correr por el río, voy a trabajar a la biblioteca, recojo a mis hijas del colegio. Hago todos esos desplazamientos por una capa de la ciudad que no es la de los turistas, sino la de quien reside en un lugar. Sin embargo, como también soy turista de vez en cuando, puedo observar a los que nos visitan y ponerme en su piel. Los veo guiándose con sus teléfonos por las callejuelas, comiendo en restaurantes a los que yo nunca voy, a unas horas a las que los de aquí todavía estamos preparando la comida. Esos turistas se mueven en una capa que yo puedo ver pero en la que rara vez entro. La misma por la que yo me muevo cuando viajo a sus ciudades y que incluye museos, espectáculos, rincones típicos, restaurantes y, en general, lugares que no forman parte de mi día a día cuando estoy en mi ciudad, precisamente, porque la vida cotidiana me lleva a panaderías, colegios, oficinas municipales o al banco. Cuando soy yo el turista, por lo general, no entiendo ni la milésima parte de lo que sucede a mi alrededor, porque el turista se queda en el envoltorio de los lugares que visita y rara vez lo rompe y descubre lo que hay debajo. Para que eso suceda, además de voluntad, hace falta tiempo, que es justamente de lo que disponemos cuando estamos en nuestra propia ciudad desempeñando nuestro papel de seres cotidianos.
Yo antes vivía en Madrid. Llevaba allí doce años, tan solo interrumpidos por unos meses en Escocia. Llegué a Sevilla tras los pasos de una mujer bellísima: la única razón posible para dejar atrás una vida que me satisfacía y emprender una nueva en una ciudad distinta. Al principio, cuando regresaba a Madrid a visitar a mis amigos, estos me daban golpecitos en la espalda, y casi el pésame, cuando me imaginaban en una ciudad habitada exclusivamente por señoritos cortijeros con el pelo engominado y ricitos en el cogote. Gente altiva, falsamente hospitalaria, ensimismados con su Feria y su Semana Santa. Más que ajenos al mundo, encerrados en uno que supuestamente lo contiene todo; que es al mismo tiempo solaz en vida y puerta del cielo. En los doce años que llevo aquí, sólo he conocido a una persona así y debo decir que su estupidez no se debía, precisamente, a su procedencia.
Cuando llegué, como es natural, solo aprecié lo que se veía a simple vista: ciudad arquitectónicamente deslumbrante, pintoresca en su zona vieja, de escala humana, con una luz particularmente transparente, muy distinta a aquella de Madrid a la que yo estaba acostumbrado. Pronto comenzaron para mí los recados, las idas y venidas a la biblioteca, el tapeo, la vida cotidiana de la que hablaba al principio. Sin ser consciente de ello, daba mis primeros pasos hacia las capas interiores. Y ese camino hubiera seguido un discurrir normal de no haberme topado con un sevillano poliédrico, contradictorio, callejero y espléndido, al que llamaremos Juanlu.
Un sevillano de «sevillanas maneras», como se identifica aquí a la pureza de las costumbres, me habría mostrado algún momento embriagador de la Semana Santa. Como ese en el que la Virgen de la Candelaria cruza los Jardines de Murillo en medio de la noche, tan solo alumbrada por la luz de los cirios de los nazarenos. Me habría paseado orgulloso por la catedral y mostrado los azulejos de la Plaza de España. No hubiera faltado una visita a la plaza de toros de la Maestranza ni un paseo por el muelle de la sal, junto a la Torre del Oro. Me hubiera llevado a Triana, al barrio de Santa Cruz, al Salvador, al Archivo de Indias y en el hotel Alfonso XIII, me habría dado a probar una manzanilla fresca de Sanlúcar, castizamente servida por un venenciador con zahones y sombrero cordobés.
Pero Juanlu, ignoro en qué momento de su vida, renunció a las sevillanas maneras. No le gustan los toros, aunque le encanta la Feria de Abril. No es seguidor del Betis ni del Sevilla, como manda la tradición. No luce patillas de hacha, ni fijador en el pelo, ni lleva camisa de rayas, ni gemelos con los colores de la bandera de España. Es, podríamos decir, un excéntrico: por esa heterodoxia en las costumbres y también, en el sentido literal, porque su mundo está más en la periferia que en el centro de Sevilla. Con él, por ejemplo, he visitado más chatarrerías que en toda mi vida. También polveros, que es como aquí se llaman los almacenes en los que se venden materiales de construcción. Y carbonerías, donde todavía se dispensa leña de encina y de olivo y picón para braseros con los que las viejas calientan las mesas camillas, ese mueble tan andaluz y ecológico.
Con él he entrado más de una vez en las «tres mil», uno de los barrios más degradados y menos turísticos de la ciudad. Allí, algunas plazas parecen el escenario de un videojuego de guerra, con gallinas en las escaleras, ascensores vendidos como chatarra, bidones en la calle en los que arden fuegos alrededor de los cuales la gente se calienta en invierno. Él sabe en qué bar del Cerro del Águila dan para desayunar un buen pan de mollete. Si necesitas un carro para transportar un caballo, él te lo conseguirá. También es tu hombre si lo que necesitas son diez balas de paja, una funda para el teléfono, botellines de cerveza Cruzcampo a sesenta céntimos o una bicicleta de segunda mano. Y aunque parezca difícil de creer, sabe dónde se puede jugar al squash en pleno siglo XXI.
Recuerdo una tarde con él y otro amigo sevillano. Habíamos terminado de hacer una mudanza y decidimos ir a tomar algo al Tiro de Línea. Me llevaron a un bar donde comimos higaditos de pollo y croquetas de cola de toro. Cuando salimos de allí ya había anochecido. Subimos al coche, un todoterreno desvencijado que Juanlu le había comprado a un tipo de Jerez de la Frontera y que, por aquel entonces, ya se caía a pedazos. Me llevaron a una barriada obrera, de las muchas que se levantaron en España en los sesenta y los setenta. Paramos en una placita a la que daban la espalda varios bloques de pisos. Juanlu se apeó y golpeó con los nudillos en la persiana de uno de los bajos. La persiana subió y apareció una señora en bata que tenía la televisión encendida. Juanlu le dijo algo y la mujer se fue al fondo de la habitación, abrió un frigorífico y sacó un litro de cerveza helada y una bolsa de gominolas. Pagamos, la mujer volvió a su televisor y nosotros nos bebimos la cerveza sentados en el capó del todoterreno. Quizá la noche olía a azahar. No lo recuerdo.
La Sevilla que me gusta, esa que sigo conociendo con Juanlu, está escondida tras una persiana cualquiera. Una Sevilla que está disponible para todos pero cuyos códigos hay que conocer y, por tanto, oculta para los turistas y los ensimismados. «Obscuro para que atiendan; /claro como el agua, claro / para que nadie comprenda», que dice Antonio Machado. Otro sevillano que me gusta mucho.