Leviathan

El osario de Rusia

   Sobre Leviathán, de Andréy Zvyáguintsev
Por Silvia Attwood

Leviathan Fuente: sonyclassics.com

Probablemente ni siquiera sepamos lo que está pasando”, se dice en una escena crucial de Leviathán, la película del cineasta ruso Andréy Zvyáguintsev, coescrita con Oleg Negin. Es que tomar al Estado por los testículos, como sugiere uno de los personajes, implica enfrentarse asimétricamente -y en sempiterna desventaja- con las relaciones de poder.

Comparado no pocas veces con el cine de Andréi Tarkovski, este director ha recibido por sus anteriores obras (El regreso, 2003; El destierro, 2007; Elena, 2011) numerosos premios: el León de Oro, el Luigi de Laurentis a la mejor Ópera prima del Festival Internacional de Cine de Venecia, el Premio Fassbinder, el Premio especial del Jurado en Gijón. En 2014 ganó, junto a Oleg Negin, el Premio del Festival de Cannes al mejor guión por Leviathán.

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Fuente: mubi.com

Agua y espuma. Inmensidad y desamparo. Anclada en una península, una casa de madera pintada en blanco, celestes y azules, como el mar de Barents. Con un primer plano del osario de una ballena orillada, la cámara de Zvyáguintsev nos arroja hacia la enormidad del monstruo. Porque Leviathán no sólo significa  “ballena” en hebreo; tampoco refiere con exclusividad a la creatura marina que por efecto del terror se constituye en el miedo obediente al soberano, aquel Estado absolutista y con mayúsculas del filósofo Thomas Hobbes.

Leviathán es el pequeño recitativo que el sacerdote del pueblo le da a Kolya, habitante de esa península (Alexei Serebriakov) y protagonista de este film. El cura le recuerda a través del Libro de Job, también habitante de una península, los efectos destructivos y malignos que conlleva alejarse de Dios. Y de la norma.

Leviathán es el propio Dios jugando con el monstruo, dándole una hembra que luego matará: si ella se reproduce sería devastador para los hombres. Aun así, ciertas prácticas se replican igual. Porque el propio ser humano lleva ínsito a la creatura. Zvyáguintsev desmonta las relaciones de poder, escena por escena. Visibiliza la intención.

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Fuente: youtube.com

Monstruo y estructura, el film también es la representación del ciudadano “violento” a quien se debe castigar. Es la punición cuya potestad la tienen únicamente el Estado -que resarce-, y Dios -que perdona-.  

El director nos muestra todas las facetas posibles e incoherentes de la Bestia. Vadim (Roman Madyanov), el alcalde del pueblo, quiere expropiar la tierra de Kolya para construir una iglesia. Pone un precio vil, irrisorio a esa casa, su historia, su vida, ancestros y sentidos. Kolya no acepta y pese a la apelación, la Justicia falla a favor de Vadim usando medios inescrupulosos y acomodaticios.

Dmitri (Vladimir Vdovichenkov) es un gran abogado que vive en Moscú. Amigo de Kolya, lo representa y logra momentáneamente frenar el impulso del alcalde. Sin embargo, el poder no se remite sólo a la relación entre los sujetos y el Estado: implica también el cuerpo a cuerpo, la domesticación del Uno sobre el Otro. Y en esa microfísica del poder, dirá Foucault, Dmitri traiciona a su amigo al acostarse con Lilya (Elena Lyadova), la esposa de su amigo y camarada.

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Fuente: pictureville.net

El protagonista no puede estar más solo; el poder sí puede permearlo todo. La nostalgia de Kolya por la Rusia comunista se sacude en el film y sacude el pensamiento marxista, ese que insta a “la toma del poder”. ¿Cómo hacerlo, si no está localizado, si es ubicuo y si, además, lo reproducimos incluso en instancias en las que no solemos ser conscientes?

“Probablemente ni siquiera sepamos lo que está pasando”, se dice en una escena crucial de esta película. Eso también pareciera expresar Lilya, cuando antes de ir a trabajar mira el mar de Barents. Algo vivo, allí, sobre el agua azul, se remueve, se asoma y anuncia. Lilya ha sido descubierta en su infidelidad, pero también ha sido perdonada por su marido. No así por Roma (Sergey Pokhodaev), el hijo de Kolya, un adolescente conflictivo que nunca la aceptó y enfrenta no pocas veces la autoridad de su padre.

“Probablemente ni siquiera sepamos lo que está pasando”, se dice en una escena crucial. Eso parecieran decir los amigos de Kolya, el mecánico emocional y explosivo, cuando en una tarde de picnic, ebrios por el vodka, mientras las mujeres preparan la comida al aire libre, ellos disparan sus armas contra diferentes retratos, jugando al tiro al blanco: Lenín, Stalin, Yeltsin, Gorbachov…  La escena alcanza lo apoteótico cuando se produce el siguiente diálogo:

-¿Algún presidente actual?

-Los más actuales no tienen suficiente perspectiva histórica… dejémoslos en la pared.

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Fuente: elcinepormontera.com

Frente a esa matanza alegórica de retratos, la voz del Diácono (Sergey Zhivotov) resonará en la misa, más tarde: “Cuando se destruyen los símbolos, destruyen la Verdad, a Dios”.

La división del trabajo que muestra la obra visibiliza el poder pastoral estadual: las mujeres laboran limpiando pescados en una fábrica; los hombres desempleados no tienen otra elección que “hacerse” policías. El frío y el hastío se anestesian con vodka. En la fábrica, el gineceo manipula los peces; viajan en una cinta de montaje para ser seleccionados. Los mejores son separados y con golpe seco, se les corta la cabeza. Cabe preguntarse qué se hace con los individuos “no aptos”. En la institución policial, el androceo produce y reproduce el orden establecido. Zvyágintsev muestra cómo estos hombres y mujeres hacen su contribución: trabajar, producir, pagar impuestos, replicar prácticas, crear hijos, ayudar a que el Estado se perpetúe.

Ahora bien, mientras el mundo laboral para los ciudadanos de a pie está claramente distribuido, la diferenciación entre Estado e Iglesia en cambio, es poco clara. Parecen las caras de una misma moneda. Vadim y el Diácono tienen la misma urgencia. Ellos no existen sin la carne disciplinada. Estado e Iglesia no sólo reprimen y ordenan la vida de los sujetos: producen efectos de verdad. En este sentido, resultan inquietantes los diálogos sobre el uso de la fuerza y la voluntad entre ambos personajes.

Pero los poderosos no nadan en las aguas de la tranquilidad. También son cuerpos al servicio del Leviathán. Vadim teme perder las elecciones, teme que la controversia con Kolya le sea desfavorable para su proyecto político y desarrollista, teme que su imagen -“sus manos chorrean sangre”, dice Kolya- se desmantelen. En esos encuentros de comida y pseudoconfesiones con el religioso, éste último le dice: “El poder proviene de Dios. Mientras Dios esté satisfecho, no debes temer. Esta es su voluntad. ¿Tu fe está vacilante?”. La imagen semeja a personaje desdoblado: Vadim es como Dios, Dios es como Vadim. Y ambos, juntos, pueden ver todo.

Entonces el alcalde se rearma. Descubre el punto débil del abogado de Kolya: “Todos ustedes son unos insectos (…) no tienen derechos ni nunca los tendrán. Yo soy el propietario”. El derecho de vida y muerte que el soberano se arrogaba sobre los súbditos se reactualiza: las vidas son objetos; la existencia del otro se cosifica en modo renovado. Todos, en algún punto, corremos la suerte del pescado de la factoría, no importa si somos el elegido o el desechado. Luego del golpe certero que corta la cabeza del pez útil al poder, otra mano, la del Diácono ortodoxo ruso hará la señal de la cruz, bendiciendo el sacrificio por la condena injusta a los inocentes.

En los intersticios de este cuerpo social masticado, una familia amiga de Kolya y Lilya darán soporte emocional y material a Roma, aún menor de edad. La tragedia hace catarsis a través del dolor y la compasión. Suenan Philip Glass y su ópera Akenatón, aquel faraón egipcio que instauró el culto único al dios Atón. Suenan las aguas del mar rugiente, que mojan los huesos de la ballena orillada. Suena el ruido intolerable de la máquina excavadora, similar a la que utilizó Marvin Heemeyer, el norteamericano que inspiró el guión de Zvyáguintsev y Negin.  Víctima de una expropiación sobre su casa, sus tierras y su fábrica, Heemeyer las destruyó. Luego se quitó la vida.

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Fuente: theguardian.com

En la entrevista que el cineasta dio a Larry Rohter para el ‘New York Times’, expresó: “Es una colisión entre una pequeña persona y una vasta estructura, el Leviathán. En un país como Rusia, toda la seguridad, toda la protección que se da a un miembro de la sociedad, viene del establishment –la policía, las fuerzas armadas y los proveedores de la salud-. A cambio, la gente tiene que entregar su libertad. Estaba abrumado con esta idea. Lo vi como un trato que el ser humano puede hacer con el diablo. La libertad es el principal valor que el ser humano tiene, pero a veces la gente ni siquiera se da cuenta que está siendo reclutada, porque está siguiendo las garantías que le dieron.”

Contra la sujeción, la obra es por sí misma una estrategia de la resistencia: los créditos confirman que Leviathán tiene el apoyo del Ministerio de Cultura de Rusia.

Sin embargo, no sólo allí las personas negocian sus libertades. Sesgaríamos la película si la viésemos exclusivamente como una crítica a ese país. Su carácter universal nos desnuda más allá de las fronteras y los mapas. Zvyágintsev interpela, violenta e incluso, religiosos o no, nos estampa dentro de un mal sueño mientras un dios nos mira con ojos flemáticos.

 

 Leviathan

Leviathán (Leviafan, Rusia/2014).

Dirección: Andréy Zvyágintsev.

Elenco: Alexei Serebryakov, Elena Lyadova, Vladimir Vdovichenkov y Roman Madyanov.

Guión: Andréy Zvyágintsev y Oleg Negin.

Fotografía: Mikhail Krichman.

Música: Philip Glass.

Diseño de producción: Andrey Ponkratov.

Apta para mayores de 13 años.

 

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