L’Etang des Granges
[Cosne sur Loire]
FRANCIA
Por Ariana Harwicz
Fotografía: J. Igorodinsky
L’Etang des Granges es un pequeño pueblo en el departamento de la Nièvre, a 200 km de París. Es una aldea rural situada cerca de dos importantes rutas de transporte: la legendaria Ruta Nacional número 7, la carretera de las vacaciones al sur de Francia, y la igualmente legendaria Loire, último río salvaje de Europa. Las dos se encuentran a menos de tres kilómetros. La aldea está compuesta por veinte casas, l´Etang des Granges pertenece al municipio de Cosne sur Loire y estaba, hasta los años 70, habitada por granjeros que practicaban la agricultura de subsistencia. Las granjas, muy modestas, tenían pequeños rebaños de vacas y cabras con las que se recolectaba la leche para la producción de queso. La gente cultivaba pocas hectáreas de trigo y avena, se daba la hierba a los conejos y se cortaba el heno para alimentar a los animales, se mantenían algunos pollos y patos para los hombres. Hacia el final de los años 80 los últimos agricultores se retiraron. Los jóvenes partieron a la ciudad en busca de trabajo, aunque algunos regresaron unos años más tarde para convertirse en funcionarios u obreros en los poblados cercanos. Los habitantes de los nuevos asentamientos compraban las granjas vacías para convertirlas en casas. Cuando uno entra ahí hay algo de otro mundo, algo ajeno a lo civilizado, algo que queda del establo, de las bestias durmiendo. Hoy aparentemente la aldea es la misma, hay poco o nada de nuevas viviendas, no hay grandes cambios. Pero no hay ni un solo rebaño en el camino, ninguna cosecha en los campos, ningún ruido de tractores, se terminaron las idas y vueltas durante el día, ya no se oyen más gritos de hombres sobre los techos o ayudando a parir a una vaca, ya no están en el aire esos gritos al vecino cruzados de casa en casa. El campo existe hoy calmo, apacible, siempre verde pero sin la vida de entonces. Como una carta postal.
Las vacaciones en la aldea durante los años 50´ eran un paréntesis encantado, un tiempo lleno de imprevistos suspendido entre dos orillas estables y tranquilizadoras. Niños de todas las edades llegaban a la aldea. Esos niños descaradamente parisinos, o con acento cht’i, las historias de Cafougnette, de Pas de Calais, de Vierzon, el habla manierista del niño de una pareja burguesa de Rambouillet. Llegaban también turistas como esa chica que cojeaba cuya madre tenía un extraño número grabado en el antebrazo; cuentan que los niños preguntaban mucho y que los adultos se quedaban en silencio. La población de la aldea estallaba de repente en el verano, el espacio se cargaba de gritos y carcajadas, el aire se volvía vibrante y el ambiente se animaba, la vida que solía ser lenta y seria se volvía una cantilena con las voces de los jóvenes. Los recién llegados a la aldea se adaptaban rápidamente a la vida laboral y aún siendo turistas jugaban a ser campesinos y a la mañana llevaban las vacas a los prados vecinos. Se tejían decenas de pequeñas alfombras verdes con cañas huecas y flexibles, hacían salir a los grillos para sacarlos de sus madrigueras, recogían las flores brillantes de las zanahorias salvajes y se corría la bola de que parecía que se podría fabricar tinta. Los chicos trataban de imitar el canto de las alondras, fascinados por sus variaciones. En el camino de vuelta la gente del pueblo veía con asco el estiércol pesado pegado a la carretera. Los aldeanos lo aplastaban para evitar tenerlo en la suela, o peor, resbalarse. El olor fermentado del establo, el olor del heno caliente, de la leche agria y de las heces de animales y hombres les daba náuseas a los extranjeros. Luego de dos o tres años, cualquier recién llegado deja de prestarle atención.
Los niños de entre diez y catorce años, construían cabañas en las que se vivía la mayor parte del tiempo libre. Eran planchas de madera escondidas en los bosques, sobre los oídos silbaban los mirlos y los nidos de arrendajos, cerca de un árbol entrelazado con la hiedra. A esa edad los niños devenían un ejército o una horda de bárbaros y se declaraban la guerra. Se hacían también grandes paseos en bicicleta a los pueblos vecinos. El viento levantaba la pollera de las chicas y los chicos pedaleaban al lado al grito de «¡Baja el capot que vemos el motor!» una frase repetida una y mil veces a la que siempre le seguía una risa burlona. Nada era tan poderosamente feliz como esos cuerpos infantiles rozándose y mirándose, como fumar lianas arriba de un árbol. Se sentía en esa época que la humanidad era doble y oscura y que el misterio del sexo opuesto, siendo la gran cuestión de la vida, nunca sería totalmente revelado. Sin educación sexual en la escuela, con padres que no eran muy habladores ni locuaces con el tema, ni con nada, se aprendía mirando alrededor. La vaca y el toro (antes de la inseminación artificial en los años 60), el gallo y la gallina, los patos, todos los animales que despertaban un creciente interés cuando estaban en celo. Los perros querían instruir y hacían el trabajo práctico de ensayar repetidamente delante de los niños del village. Algunos caninos terminaban de mover la pelvis y se quedaban pegados en el sexo y tratando de salir se torcían, se arqueaban, había que esperar a que se despegaran, ¿los humanos también sufren este tipos de episodios? decían los chicos alrededor. Unos años más tarde el pudor separaría a las chicas y los chicos, cada uno desempeñando su papel, ellos detonando los motores en sus nuevas motocicletas, ellas coqueteando en sus nuevos zapatos de tacón.
No hay censos ni estadísticas pero hoy soy la única extranjera, la única que escribe y la única de entre mis vecinos que no nació en el pueblo ni alrededores. Por momentos soy un fantasma, a veces una lugareña común con acento. Escribo entrando y saliendo a pie de las granjas y los establos, dando vueltas por estanques y pequeños bosques privados, recolectando calaveras de conejos y dientes de caballos. Escribo en estado alienado, escuchando historias de un hombre que murió de un tiro al lado de mi casa por ser confundido con un alemán en el 45’, a veces por la noche se oyen peleas feroces que no se sabe de dónde vienen ni a dónde van. Hay días que salgo y veo volar ratas por entre los árboles muertos. Me voy sin saber si dejé la puerta abierta o salí por la ventana. Escribo a cualquier hora y la casa es como un faro encendido bajo el cielo negro de invierno. Ni siquiera me acuerdo cómo era sentarse a escribir en un bar.