En su primera novela, Amiga mía (Blackie Books, 2025), la escritora y arquitecta Raquel Congosto aborda una relación fallida de amistad, un relato sincero que desmantela la promesa tradicional de la amistad como ese espacio sagrado capaz de protegernos de todos los males del mundo.
Acostumbrados, como estamos, a considerar la amistad como un espacio que nos resguarda, un lugar de amor incondicional que no nos exige ni se impone, un relato que ahonde en las dificultades que encontramos en nuestras relaciones con los amigos bien podría servir de guía para construir un nuevo contexto desde el que mirar la amistad.
“Han pasado seis años y yo aún vivo donde vivíamos. En la misma casa. Conocí a Pablo y tuvimos a Matilda. Ahora los tres dormimos en el que fue tu dormitorio, el de las pelusas. Una historia que crece sobre otra que termina. Ocurre todos los días. El espacio se adapta, acoge los cambios. Se pintan las habitaciones, cambian los muebles, la música que se escucha, el olor, la disposición de la ropa en el armario, las conversaciones, la coreografía de los nuevos cuerpos que habitan la casa. Movimiento y vida. Nuevas pelusas”.
Este párrafo, que aparece en la portada y forma parte del capítulo cero de una novela que habla sobre aquello que queda cuando termina una amistad, es una clara invitación a adentrarse en un tema poco explorado en la “ficción” y con el que la narradora se atreve en su debut literario. Quizás para rasgar el silencio, ahondar en las cicatrices o simplemente, como ella misma reivindica, “porque el vacío importa”.
Con una marcada honestidad que la escritora asume desde el inicio, el mecanismo de la tercera persona le sirve para explorar un dolor vivido en primera que todavía no ha cicatrizado. La autora, para quien “habitar esta historia en primera persona era demasiado peligroso”, adopta un alter ego, Celia, para distanciarse de la pérdida y contar el fracaso de una relación íntima con Marina.
En La pasión de los extraños (Galaxia Gutenberg), Marina Garcés expone que “no hay palabras ni relatos para contar historias difíciles de amistad, sus rupturas y las dudas que generan”. Pero Amiga mía lo hace. Se adentra, con el riesgo que esto conlleva, en nombrar la ausencia de amistad, el duelo y el daño que nos producen esos vínculos que terminan, aunque el tiempo sea capaz de atenuar las heridas.
Los años han pasado; a Celia le ocupan otros trabajos, otras rutinas. En su vida han entrado nuevas personas, ha conocido a Pablo y ahora es madre de Matilda, pero el recuerdo de Marina, la amiga ausente, sigue colándose en su día a día. A través de escenas cotidianas —escoger un vestido del armario, entrar en un bar frecuentado en plural, sentarse en el viejo sofá de tapicería blanca y negra— paseamos por los escombros de una amistad demolida.
Explica Garcés que “nadie había hablado de las rupturas entre amigos hasta que llegó Nietzsche”, que Cicerón “las había apuntado como algo necesario, casi quirúrgico, cuando aparecen el conflicto y la confrontación. Pero que el peligro y el dolor de la ruptura forman parte de la experiencia de la amistad, como posibilidad, desde el comienzo de cualquier historia, había sido sistemáticamente silenciado.”
Amiga mía transforma este vacío en palabra. Con la cursiva, además, que se va entrometiendo a lo largo del texto, la autora se dirige directamente al fantasma de la amiga, en una conversación que nos confirma que romper el silencio es necesario si queremos saldar cuentas con lo autobiográfico.
Escrita en tiempo presente, aunque el relato se mueva entre el pasado y el ahora, la prosa sencilla y afilada de Raquel permite al lector seguir con facilidad un texto lleno de capas. Como una oruga, la misma que le sirve a la protagonista para protegerse y dibujar un espacio seguro cada vez que algo le preocupa, nos arrastramos como espectadores por un paisaje en ruinas, hasta llegar a ese “agujero” que “se quedará para siempre”.
Un hueco que sobrevive a una amistad, pero en el que también se puede “inventar el mundo”.
Junto al relato de una relación frustrada, el lector se adentra en otras cuestiones que conviven en la narración: la culpa que surge con la maternidad, la importancia de los recursos y la precariedad laboral, el uso colaborativo de los espacios públicos, la pérdida de una madre o la violencia de algunas pruebas médicas, como las mamografías.
En las páginas de este libro osado también hay espacio para la promesa. La vida continúa, y aunque el deseo de ser amados seguirá causando estragos en nuestra biografía, se puede “seguir caminando por un terreno bombardeado, en ruinas”.
Ya lo sabemos: “las ruderales crecen entre las grietas”. Y hoy, en la antigua habitación de Marina, duermen Raquel, Pablo y Matilda. Una imagen que nos acerca a esa posibilidad incierta de que la vida se abre camino, aunque no sepamos hacia dónde se dirige. Al fin y al cabo, como expone Garcés, la amistad “es un diálogo entre promesas en el que siempre cabe la posibilidad de que no haya un terreno compartido”.
