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Maximiliano Walsh: cómo cuidar a un elefante

La última vez que vio a María Elena Walsh, ella le advirtió, débil, desde la cama de la clínica de Palermo en la que estaba internada: «Tengo algo importante que decirte».

Acordaron que sería en la próxima visita, pero no hubo próxima. La escritora y compositora murió horas después, el 11 de enero de 2011, y dejó a Maximiliano Walsh, su sobrino nieto, colmado de preguntas. Todavía no puede responderlas.

«Si era un pedido especial o un secreto de familia, nunca lo sabré», se lamenta el heredero, nieto de Enrique Walsh, alias Harry, el hermano de la poetisa. Tiene un modo de habitar el mundo suave y lo demuestra mientras invita a descubrir las habitaciones de la casa museo de María Elena Walsh, en la localidad bonaerense de Villa Sarmiento, partido de Morón.

Técnico aeronáutico, 43 años, empleado de Aerolíneas Argentinas, su mundo cotidiano son los aviones, la supervisión de motores, la inspección auditiva de los pájaros del aire, pero desde hace más de una década aprende ese oficio que nadie enseña: ser guardián de la obra de una figura de la cultura.

A 94 años del nacimiento de su tía abuela, el mito continúa atravesando infancias con canciones como El reino del revés o Manuelita. Max señala la pared y lee el título del famoso manifiesto feminista que hoy sus amigas citan permanentemente: «Sepa usted por qué es machista».

Portada de Dailan Kifki, de María Elena Walsh, en su edición original de Editorial Sudamericana
Portada de Dailan Kifki, de María Elena Walsh, en su edición original de Editorial Sudamericana

Robusto, un metro setenta, ojos marrones y cabello cortado al ras, no muestra rastros de María Elena en su fisonomía. «Dicen los que saben que me parezco en algo no físico: no me gustan las cámaras».

Las manos y los gestos parecen no alcanzarle para explicar a esa dama a la que Alan Pauls define «la Sarmiento de la segunda mitad del siglo XX» y a la que Max intenta conocer a fondo en las páginas de Otoño imperdonable o Novios de antaño. «Mi hermana y yo la conocimos después de sus 60 años, a mis 15. A mi abuelo no lo llegué a conocer, murió dos años antes de que yo naciera, contador del ferrocarril. Mi padre, Jorge Enrique, había dejado de tener relación con Elena. La familia se fue distanciando, pero un día empecé a visitarla en su departamento de Scalabrini Ortiz, piso 12».

Las visitas eran los domingos. Él veía que el cielo no anticipaba mal tiempo y llamaba para avisar “ahora paso”. Llegaba con masitas o bombones. Alguien preparaba el té, pero ella tomaba una copita de vino blanco. “Yo no dimensionaba quién era. Lo vivía como normal”.

En aquellos encuentros se hacía presente Sara Facio, pareja de la escritora. Max no preguntaba sobre el vínculo, se limitaba a disfrutar de esas dos señoras que tan bien agasajaban. Hoy se cuestiona no haber ahondado en ellas, en sus biografías, en todo aquello que las embellece aún más en retrospectiva

“Ahora soy adulto y me digo: ¿Por qué no le pregunte más cosas de la familia, de esta casa también? ¿Por qué no saqué detalles, por qué no filme? Perdí oportunidades, pero en el momento en que yo iba a su casa no existía el celular”.

Maximiliano se detiene a los pies del jacarandá de ese museo de 500 metros cuadrados y entra como en una zona mística. El árbol estaba en medio del patio de esa casona abandonada recuperada por el municipio en 2019, pero nadie pudo certificar la edad de esta especie, si existía hace casi un siglo, cuando el padre de María Elena vendió la propiedad y obligó a la pequeña de 13 años a mudarse a un departamento.

Max atravesó la primaria y la secundaria respondiendo siempre la misma pregunta: docentes y compañeros le preguntaban si era pariente de Rodolfo Walsh o de María Elena. Contestaba con orgullo que de ella, pero no dimensionaba el calibre del apellido. «Nunca intenté escribir ni cantar. No agarré ese don. Tampoco tenemos que estar obligados a seguir lo que hace la familia», deduce mientras de fondo varios artistas cantan el Brujito de Gulubú.

Max Walsh con tribu Karo, Fuente: Instagram @maxwalsh.ok
Max Walsh con tribu Karo, Fuente: Instagram @maxwalsh.ok

¿Qué queda en Max de esa mamushka de los mil dones que escribió un himno de la democracia (Como la cigarra), que inundó de lucidez la literatura infantil y la otra y salió temprano de su cascarón, Ramos Mejía, hacia el mundo? Tal vez la mirada sensible, que se traduce en fotografías de viajes que funcionan casi como relatos literarios. Él retrató a la tribu Karo, una población en la orilla del río Olmo, en Etiopía y a la raza de vacas más antiguas del mundo, las Highlands, en Escocia. Su ojo entrenado captura y captura sin fines profesionales. Tal vez algún día esos mosaicos que logra en cada viaje formen parte de una exposición en la que el espectador pueda ver la posición de su lente frente a los pájaros Shoebill, de Uganda, o los palacios y los templos de Nepal.

No es extraño que tenga que tomar más aviones que colectivos. Su trabajo lo lleva de norte a sur, y a mil millas la tía reaparece mágicamente. «A veces chusmeo en bibliotecas importantes. En España siempre están a mano los libros de Elena, pero en lugares como Portugal, me sorprendo cuando veo su obra traducida».

¿Se puede extrañar un vínculo tardío? ¿Los unió aún más la muerte que la vida? Max Walsh amasa esos pensamientos y se convence: “Estamos unidos permanentemente ahora que no está. Yo extraño los domingos. Porque básicamente ese día fijo nos veíamos. Yo no sabía que junto a mi hermana (Débora) íbamos a tener en nuestra espalda la responsabilidad de mantener su imagen, a cargo los derechos musicales. Los derechos musicales los cedió María Elena a su cónyuge, Sara”.

Un episodio anterior a la herencia cambió la vida de Max. La autora: María Elena Walsh. «Ella sabía de mi vocación de técnico aeronáutico y cuando se enteró que yo no encontraba trabajo de lo que me gustaba movió contactos. ‘Hablemos con Eduardo Eurnekián, con Bernardo Neustadt’. Y empecé en Aerolíneas y, después, claro, hice mi caminito solo», gesticula como levantando vuelo. «Volé con alas propias».

Parece sentirse como en su libro infantil preferido, Dailan Kifki, de María Elena. En la historia, alguien deja un elefante en la puerta de una casa, al que primero confunden con una montaña. A Max también le han dejado un elefante, mezcla de lastre y orgullo, montaña a la que deberá cuidar hasta el último día.

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