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Guía para una Andalucía extranjera

 GRANADA

Por Andrés Neuman

Andrés Neuman es un ser de dos mundos, un enamorado de las dos orillas, uno de esos locos que persiste en una bicefalia constante. Argentino afincado en el sur de Europa, en esta ‘Guía para una Andalucía extranjera’ nos invita a pasear por una de las ciudades más encantadoras de la península ibérica y, si nos lo permiten, del mundo: Granada.

Foto: Magdalena Siedlecki

 

Lo bueno de no haber nacido en Granada es que un día, siendo niño, tuve la ocasión de sentir que llegaba a Granada. Ciudad que hoy es, junto con Buenos Aires, el lugar de mis amores y dolores de cabeza.

Granada tiene algo de paradoja giratoria. Tradicional, milenaria, un poco absorta en su propia leyenda, se ve sin embargo incesantemente asaltada por el trasiego de turistas políglotas y estudiantes universitarios. Estática y a la vez sorprendente como la Carrera del Darro (acaso una de las calles más sobrecogedoras del mundo), la ciudad parece detenida en el tiempo pero su gente vive en tránsito. A semejanza de la arquitectura andalusí, a veces esconde sus virtudes, otras veces deslumbra. Tan capaz de ofrecer un hogar a gentes de todas partes como de castigar a hijos ilustres a quienes más tarde homenajea, Granada es una fruta de difícil corteza y exquisito sabor.

Rodeada de montañas, la ciudad se pregunta si ha vivido protegida o encerrada. Pedro Soto de Rojas, el mejor de sus poetas barrocos, definió su cualidad hermética con una célebre sentencia que parece combinar la admiración y el reproche: «Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos». Sin embargo, cualquiera que levante la vista desde el centro de Granada se da cuenta de que puede mirar lejos: cuando uno busca el horizonte, los ojos se pierden en la inmensidad de la sierra. La profundidad de Granada radica en su vida aérea. Cada mirador propone una manera distinta de entender la ciudad. Debido a su laberíntica estructura, allí no contemplamos el atardecer, sino los atardeceres. 

 

 

Pese a su manoseada imagen folclórica, las hermosas tierras andaluzas saben multiplicarse. No representan una sola estética, ni un único carácter, y ya no digamos un espíritu, sea eso lo que demonios sea. Como histórica región de emigrantes sufridos e inmigrantes recientes, como tierra de puertos, aventureros indianos y mestizajes que datan de hace mil años, Andalucía no sólo te recibe, sino algo incluso más importante: te deja ser extranjero. Pienso que eso es lo mejor que se puede decir de una tierra.

En el último cuarto de siglo, Andalucía se ha transformado rápido. Y, en el camino de esa transformación, se ha encontrado con un dilema político: ¿cómo modernizarse sin defraudar al turista? En efecto, ¿cómo reformular la identidad de una región que millones de curiosos de todo el mundo siguen visitando con la idea del toro, el trajecito, el rincón, la siesta? 

 

 

Para quien no la conozca aún, cabría mencionar que, además de poblados idílicos, buen flamenco y comida casera, Andalucía es una región de innumerables artistas vivos, de intensa actividad universitaria, de creciente actividad científica (el Parque de las Ciencias de Granada, por ejemplo, se cuenta entre los mejores de Europa), prestigiosas orquestas y hasta buen fútbol. Por eso acaso el próximo desafío público de Andalucía consista en ser capaz de extranjerizarse a sí misma. De permitirse el lujo de contradecirse. De no perderse en el empeño de ser ella misma, para poder ser todo lo que hay en ella.

 

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