Pocas experiencias nos ponen en pie de igualdad como la de la muerte. Todos vamos a morir un día: los ricos, los pobres, los sanos, los enfermos, los locos, los cuerdos, los lindos, los feos, los cultos, los ignorantes y todas las posibles combinaciones de estas o de tantas otras categorías, si es que fuera posible establecerlas.
Por algo el escritor norteamericano Philip Roth escribió antes de morir “La vejez no es una batalla, la vejez es una masacre”. La fragilidad, el deterioro físico, la imagen cultural desfavorable -sobre todo en las mujeres-, la proximidad de la muerte, la soledad, el olvido y el aislamiento al final de lo que la sociedad industrial define como la etapa “productiva”, son temas tabú. Cuestiones de las que nadie quiere hablar y que la artista plástica y performática Ana Gallardo elige poner en primer plano y en primera persona a través de su obra.
“Escuela de envejecer” y “Un lugar para vivir cuando seamos viejos” son proyectos que nacen a partir sus propias experiencias de vida y de sus temores: a la soledad, a la muerte, al vacío. Gallardo convierte estos problemas en la materia prima de su obra, haciéndolos propios para poder aprender de otras personas y aprovechar su sabiduría. Desde ese lugar de genuino interés y de empatía, se acerca a los “viejos”, los visita, conversa con ellos, los escucha, canta y baila con ellos y los acompaña en sus quehaceres que van desde la narración oral y el karaoke al trabajo en la huerta y la jardinería. A partir del material que surge de estos encuentros, organiza talleres, clases, charlas, instalaciones y performances, en las que las personas mayores pueden compartir e intercambiar sus conocimientos con el público.
Hasta aquí, la tarea de Gallardo se parece bastante a la de una asistente social. Sin embargo, lo que desconcierta -y fascina- en este caso, además de la vitalidad que ella misma despliega por los cuatro costados y de la que fui testigo cuando hizo cantar a toda la audiencia del último Tedx Río de la Plata, es el desplazamiento que surge de su propuesta: sus proyectos no se desarrollan en un ámbito terapéutico ni académico, sino que son hechos artísticos, obras de arte que se exhiben como tales en salas de museos y en galerías de todo el mundo.
En este corrimiento, el formato y la metodología de trabajo resultan no menos inquietantes que su contenido. Las personas que asisten a sus muestras pueden salir preguntándose: pero entonces, ¿qué es una obra de arte? ¿es un encuentro? ¿es una clase? ¿es una escuela? ¿Dónde empieza la vida y dónde la obra? En imágenes que van desde un grupo de ancianas japonesas en kimonos pintados a mano a un texto tallado en la pared a cuchillo, los espectadores acceden a ver de cerca aspectos que suelen estar invisibilizados o desatendidos por la sociedad, y que ella decide poner al descubierto a modo de denuncia o de reivindicación.
Todas las producciones de Ana Gallardo, que -como ella misma dice- son una sola autobiográfica con distintos títulos, abordan el tema de la violencia en general y de la violencia de género en particular. Vida y obra forman parte de un mismo tejido: son hebras que se entrelazan y retroalimentan estableciendo una correlación que no por directa resulta ser lineal. Así como otros artistas trabajan con óleos, la paleta de colores de Gallardo se compone -tal como ella misma lo describe- de historias, emociones, situaciones de la vida cotidiana, diálogos, relaciones afectivas, momentos de intimidad y de confianza.
Con muy pocos elementos, o con “casi nada”, en palabras de la escritora Gabriela Cabezón Cámara, Gallardo se vale de objetos que tiene a su alrededor como muebles, ropa, adornos, pertenencias de ex parejas, utensilios de cocina, discos, recortes de diario, incluso racimos de perejil fresco, para poner en evidencia los temas sobre los que elige trabajar en un momento dado. En la instalación sonora “Currículum Laboral“, por ejemplo, revela las dificultades económicas que tuvo que sortear como artista, grabando una lista de todos y cada uno de sus trabajos, año por año. Mientras que en obras como “Patrimonio” y “Casa Rodante” presenta los mismos muebles que tiene que dejar de lado por falta de espacio, primero sujetos contra una pared por cientos de miles de tiras de cinta engomada, luego a bordo de una especie de habitación montada sobre ruedas que ella misma lleva a pasear en bicicleta por distintas ciudades del mundo.
Las circunstancias adversas de su infancia, empezando por la trágica muerte de su madre que la dejan librada -junto a su hermana- a una suerte de deriva geográfica, primero como pupilas en Rosario, pasando luego por México y sometidas a situaciones de abandono y de maltrato en un internado de monjas en España, parecen ser el combustible con el que Gallardo se propone transformar la realidad a través del arte, valiéndose de un fuerte sentido de identificación y cercanía con aquellas personas que se encuentran en situaciones expuestas, frágiles, vulnerables.
Es precisamente a su madre a quien Ana dedica una de sus obras más hermosas y conmovedoras titulada “Boceto para la construcción de un paisaje”, en la que retoma la pintura con una serie de dibujos gigantes en carbonilla que reflejan la belleza y la exuberancia del paisaje que rodea a la laguna mexicana de Zempoala, el lugar que la artista y su hermana eligen veinte años antes para arrojar sus cenizas.
Quizás toda la obra de Ana Gallardo pueda ser pensada como un gran homenaje a su madre. Finalmente, y con muchas dificultades, ella logra hacer de su vida -y de su obra- lo que su madre intenta sin éxito en los años cincuenta. Cuando le comento mi teoría, no le gusta mucho la idea de homenaje y tiene razón: “No sé si es homenaje, porque es solemne la actitud. Para mí es una relación con el vacío. Una construcción de género. En ese vacío, investigué esa ausencia y descubrí el feminismo, la violencia social. Ese vacío me hizo indagar sobre cosas que de otra manera no hubiera sabido. Descubrir la violencia de género a través de un cadáver, de la muerte de mi madre”.
También me cuenta que está trabajando en un proyecto basado en unas cartas escritas por su madre que tenía guardadas un amigo de su padre. En esas cartas, Gallardo encuentra puntos de imbricación entre las dos. “Estoy pintando sus pinturas, comencé a mirar su obra y a tratar de hacer cuadros, a copiarla. Voy a hacer una exposición donde voy a mostrar sus trabajos y los míos con respecto a ella. Estoy haciendo un video. leyendo esas cartas, en unas perfos que voy a hacer. Estoy trabajando un poco alrededor de eso, la idea de que en este momento histórico se le da visibilidad a artistas que fueron invisibilizadas por el patriarcado en el arte.”
En una instalación sin título del 2012, con sólo dos elementos presenta una de las obra más explícitas y descarnadas. En la sala hay una silla sobre la que descansa un cuaderno abierto con un texto. “Lo escribí -me cuenta Gallardo- como si fuera un acto desesperado de una niña y mi intención con esa pieza era que la gente se sentara a leer el cuentito y, de alguna manera, tomar el lugar de mi madre al sentarse, ese lugar de empatía”.
El cuento, que muy pronto volverá a estar al alcance de otros lectores en una muestra en España, dice así: “El día que menstrué por primera vez mi papá me dijo que a mi mamá no le gustaba coger. Él decía que era frígida o lesbiana o que tenía relaciones con su hermana cuando la visitaba de España. Dijo que pudo coger dos veces con mi mamá. Una fue en el barco Eugenio C cuando venían a la Argentina; luego, poco a poco ella se fue poniendo muy triste, fue entristeciendo seguro, no se sabe por qué. Mi papá la llevó a un psiquiatra que le dio algunas pastillas de la época, pero seguía sin el gusto por coger. El psiquiatra le dijo a mi papá que tal vez era mejor embarazarla, un hijo la retendría en la vida, porque parece que ella no tenía muchas ganas de vivir. Entonces, decía mi papá que fueron a un congreso de poetas en Uruguay; él era poeta y la llevó un día a pasear por un lugar natural y decía que debajo de un árbol la violó, porque era la única manera de dejarla embarazada. Mi papá decía que después, durante un tiempo, mi mamá guardaba en el roperito del baño sus toallas con menstruación, tal vez para retener un hilo de vida que se le escapaba por la concha”.
Así descubre Ana Gallardo los rastros de violencia que signan el origen de su vida. Y, el de su obra.