Rojo, la película de Benjamín Naishtat, fue estrenada en los cines argentinos el 25 de octubre de 2018 luego de ser proyectada en el Festival Platform de Toronto y de haber ganado los premios de Mejor Director, Mejor Actor y Mejor Fotografía en el Festival de San Sebastián. En ella se cuenta la historia de un pueblo en el año 1975 focalizando en algunos de sus habitantes, en especial en el personaje interpretado por Darío Grandinetti, el abogado Claudio Morán. En la trama se entrelazan las vidas de estos habitantes y se van revelando sus intereses y complicidades.
Rojo propone una estética cinematográfica propia de las películas de la década de 1970 en la que el color rojo funciona desde el inicio como un elemento significante que acompaña el devenir de la historia. El momento más explícito de ello es el eclipse que tiñe todo. ¿Cómo interpretar el rojo? ¿Qué es lo rojo? ¿Es una referencia a la sangre y a la violencia o a la manera en que se llama despectivamente a los comunistas? ¿o existe otra interpretación? La ambigüedad del título permanece y no se resuelve creando un clima enrarecido e inquietante. La incertidumbre incomoda, no obstante, esta sensación se manifiesta con más intensidad en los momentos en que el espectador obtiene certezas. ¿Por qué estas personas se convierten en delincuentes? Son seres minúsculos que actúan según lo que la imagen de ellos mismos les permite hacer. Son impunes y cínicos y saben perfectamente los límites que cruzan.
El espectador se ve interpelado constantemente a través de la música, de la fotografía y del guión. La inquietud que provoca la primera escena en la que se muestra el saqueo metódico y ordenado de una casa por parte de los vecinos se extiende a todo el desarrollo de la historia. Más allá de las vivencias de los personajes, ¿qué es lo que verdaderamente está sucediendo? ¿Por qué es incómodo? ¿Qué es lo que subyace, lo que no está expresado en un pueblo en que parece que no pasa nada, pero que evidentemente sucede mucho? La naturalización del silencio y los diferentes grados de complicidad de los integrantes de esta comunidad suscitan su degradación y corrosión que es vista por todos, sin embargo, no es denunciada por nadie. La doble moral y la impunidad habilitan su accionar, ya que, como dice el personaje interpretado por Claudio Martínez Bel, “si no lo hacemos nosotros, lo hace otro”. De este modo, los asesinatos, los robos, los acuerdos ilegales se van racionalizando poco a poco y lo que en un primer momento pudo ser interpretado como hechos delictivos, luego, ante la posibilidad de ocultar y la seguridad de la complicidad del silencio social, se van constituyendo en actos que pueden ser incorporados a una cotidianeidad en la que, si no se dice, no se es responsable.
El cinismo y la mezquindad son rasgos que caracterizan a los integrantes de esta comunidad. El poder que cada uno tiene es utilizado, ya sea porque se es el abogado del pueblo o porque se es un hijo de una persona con dinero. Las humillaciones no son toleradas y el desierto se encarga de ocultar las vergüenzas y sus correlativas venganzas. Un desierto poblado de cadáveres y de moscas que llenan todo, que no solo ocupan ese espacio, sino que invaden las casas de los buenos vecinos del pueblo comunicando con su vuelo la podredumbre real y metafórica. A medida que el film va desarrollándose, se van desplegando situaciones en las que las víctimas son siempre aquellos que, por diferentes motivos y en distintas ocasiones, han intentado reaccionar ante el poder de estos habitantes miserables. La escena en la que el doctor Morán es interpelado por el desconocido en el restaurante propone, en un principio, una situación tensa e incómoda. Luego, se vuelve extremadamente violenta y desmedida. El exceso verbal de ambos se da ante el silencio de los otros comensales que reaccionan solo para sacar el elemento perturbador porque quieren seguir comiendo en paz. Una tranquilidad superflua y mentirosa con la cual desean ocultar la realidad. Al igual que lo hace el desierto, lugar en que, como el mar, los crímenes son enmudecidos y los desaparecidos encuentran su sitio.
La historia ocurre en el año 1975, un momento social y político en que se está preparando el golpe militar del 24 de marzo de 1976 y en el que las prácticas represivas ya se empezaban a utilizar. La película no tiene la necesidad de mostrar explícitamente la violencia institucional, no obstante, sus marcas están. El recorrido de la casa deshabitada revela los motivos por los cuales está en esa condición: los destrozos, las marcas ensangrentadas de la pared, los restos fotográficos de la familia dan cuenta de la novedad violenta y de la vida interrumpida de sus habitantes. El accionar de los vecinos es semejante al de las moscas, ya que aprovechan la oportunidad de repartirse los despojos de una situación con la que dicen no tener nada que ver. El pretendido distanciamiento con los hechos políticos que los habitantes del pueblo manifiestan no es más que una aceptación tácita de las medidas tomadas por el gobierno, como lo es la intervención de la provincia y la persecución a aquellos que no están de acuerdo con los intereses de los sectores autoritarios. Los habitantes quieren vivir en paz y ven como un efecto lógico y natural el golpe militar que se avecina. “Parece que se viene el golpe”, anuncia el personaje de Claudio Martínez Bel, como si nadie fuese responsable de lo que va a acontecer.
Rojo propone un acercamiento singular a los hechos políticos ocurridos en la década de 1970 en Latinoamérica, y, en particular, en Argentina. Las zonas iluminadas son aquellas que tienen que ver con las actitudes tomadas por algunos sectores de la sociedad civil y las formas en que se justificó la violencia institucional. La utilización del discurso militar en la vida cotidiana es representada en distintos episodios ejemplificando la naturalización con la que los habitantes aceptaban esos términos e ideas. Un clima de época que se familiariza con la militarización efectiva y real con la que se está empezando a convivir. El abogado Claudio Morán le encontrará sentido y fundamento a sus delitos al final de la historia y ya no sentirá temor de ser descubierto, porque él aportó, desde su pequeño lugar, su accionar en la lucha contra el “mal mayor” que se está enfrentando. La impunidad que en un principio estaba dada por ser un habitante destacado del pueblo, al final de la historia está justificada por haber contribuido de manera cierta, no solo desde su apatía y desinterés, al establecimiento del régimen de terror. Sus manos ya están manchadas y a partir de ese momento está amparado en la complicidad del horror.