Sobre «La omisión de la familia Coleman», de Claudio Tolcachir
Por Violeta Serrano
No sé lo que pensarían Cecilia Roth, Mercedes Morán, Humberto Tortonese, Beatriz Spelzini, Roberto Carnaghi, Natalia Lobo, Eduardo Blanco, Alejandra Darín, entre otros capos que fueron al Paseo la Plaza la noche de lluvia del 29 de abril a no perderse la llegada al circuito comercial de la obra de Claudio Tolcachir. Él y sus compañeros puede que recordasen que la primera vez que el público vio la obra era agosto y que, entonces, también llovía, pero las gotas caían de una forma familiar, tanto como que ese estreno iniciático fue en la propia casa del director, en el barrio porteño de Boedo. Y desde ahí hasta hoy La omisión de la familia Coleman implica una dualidad constante para conformar un mundo totalmente desestabilizado, una comedia dramática de corte esperpéntico, una delicia teatral.
La abuela es el pegamento que mantiene los pilares de la casa donde deben estar. Araceli Dvoskin imposta una voz de rotundidad estable, de la solidez necesaria para que el regimiento continúe, trastabillando, sí, pero en pie. Porque Memé, que es de todo menos mamá y eso lo tiene clarísimo la genial Miriam Odorico, trajo hijos a este mundo a raíz de un despiste monótono. Los soltó a la tierra sin saber cómo se hacía siquiera para sobrevivirse a sí misma. Le salieron dos y dos. Por un lado, dos cuerdos infelices: Damián y Gabi; por el otro, un loco y una fugada del cuadro: Marito y Vero. Esa última, la Verónica que interpreta Inda Lavalle, es el punto de fuga, la que pudo evitar crecer en la casa de la que hasta su propia madre le pide que se la lleve ahora que ya es mayor, que ya tiene dos hijos, que es una mujer casada, trabajadora, independiente, luchando por ser feliz sin mezclarse demasiado con su sangre original. Sus dos hermanos más cuerdos, de la misma descarriada madre pero de distinto padre que, andá a saber quién carajo es, asumen el papel de lo que añoraron, y lo hacen de la mejor manera posible, que, a fuerza de no disponer de ejemplo a seguir, concluyen en un papel nefasto. El que actuaría como padre de familia es un pobre diablo que bebe más que camina para soportar su hastío. Diego Faturos se carga magistralmente al hombro a ese personaje insolente, indignado con la vida, noble como los son los que no tienen a quién amar. Y la Gabi que te crees hasta los huesos porque la interpreta la gran Tamara Kiper, se agarra a una máquina de coser como si fuera un clavo que arde, como si la vida pasara toda por una aguja y un hilo de algodón.
Los dos que me falta nombrar, otra vez dos, sí, son los externos: Gonzalo Ruiz y Jorge Castaño ofrecen su cuerpo a dos personajes que, efectivamente, no forman parte de la familia y que, sin embargo, no están de más ni de menos. Su actuación es certera y necesaria para apuntalar vaivenes de emociones ásperas que hacen titubear al camino tortuoso del barco de los Coleman.
Y Fernando Sala, ¿qué? Espléndido y sin pero que valga. Da vida a Marito. Marito, Marito, Marito. La lucidez del loco. La consecuencia de la omisión misma. El trastornado que hace la pregunta exacta en el momento justo con un tono en formato dardo directo al blanco. Una ecuación sonora que cambia por única vez en ese “¿cuál elegirías, Vero?”. La prosodia del personaje en cuestión es siempre la misma, como una cadencia estridente que desquicia a los pocos cuerdos que habitan el cuadro de la familia Coleman. Pero ahí no. En esa interrogación final el sonido se transforma para asomarnos a todos al abismo.
Dicho todo lo anterior, lo más lógico es que a una le entren ganas de tirarse por la ventana más cercana y, por supuesto, no ir a ver semejante panorama. Nada más lejos de la verdad: el drama absoluto que se dibuja aquí contiene su antídoto exacto en cada expresión. La carcajada es la regla y la lágrima y el escalofrío, la excepción. Claudio Tolcachir y cada uno de los actores nombrados aquí, dieron vida a una familia que más quisiéramos que no existiese y que, sin embargo, una vez que la disfrutamos sobre las tablas, pelearíamos contra los leones de un circo romano sólo por conseguir que siguiera en cartel a perpetuidad. Y casi ni leones hacen falta, porque esta maravilla lleva ya diez años en cartel, rodando por más de veinte países de todo el mundo y, por supuesto, multipremiada.
La omisión de la familia Coleman fue la apuesta de un Tolcachir chiquito, hijo menor de la saga Daulte, Spregelburd y Tantanian. Y no sólo de él, sino de todos aquellos actores y actrices que, hace ahora una década –no todos los que hoy dan vida a la casa, pero sí la mayoría-, dijeron que sí a estudiar a la hora que hiciera falta, a decidir qué familia iban a realizar, a pesar de tener las carnes cansadas de pelearse con la ciudad de Buenos Aires en día laboral, a pesar de que los ensayos los pagara un Dios muy pobre que ofrecía sonrisas en lugar de plata. A pesar de todo y de mucho más, se juntaban allá, en ese barrio de Boedo a dar a luz a lo que hoy es Timbre 4, una lección de calidad y de valentía y que, entonces, era la manera de entrar a esa casa chorizo en la que el rubio Claudio pasaba los días. Para los que no entiendan el concepto del chorizo aplicado a una vivienda, cabe aclarar que se trata de un pasillo con distintos mini-apartamentos a ambos lados de éste y resulta que, para acceder al de Tolcachir, había que llamar precisamente al timbre número 4 y, así, caminar pasito a pasito hasta la creación de uno de los fenómenos más atractivos del teatro porteño actual.
La omisión de la familia Coleman es una bocanada de aire fresco para los que han perdido la esperanza: con poco más que un sofá y cuatro telas, se puede llegar al cielo con una honestidad brutal. En serio. Vayan a verla.
Paseo La Plaza | Sala Pablo Picasso | Corrientes 1660 | CABA Entradas a la venta por Plateanet www.plateanet.com | 5236-3000 | Localidades desde $200 Más información sobre la Familia Coleman: www.timbre4.com En facebook: La omisión de la familia Coleman – Oficial |
FOTOGRAFÍAS: Giampaolo Samà