Un ave de plumas verdes, amarillas y violetas. Un reflejo de luz sobre el ojo y un pico largo, trasparente y de punta filosa. Del lado derecho, un monigote inclina la cabeza, probablemente para que no se caiga el loro que descansa sobre él. Lleva puesto un traje de retazos que apenas le deja asomar la nariz de pompón y la mejilla de trapo. Al centro de la imagen, una mujer encapuchada de labios gruesos y mirada sospechosa. La capucha es azul con nubes marrones y le cubre la cabeza y el torso. Tres colibríes sostienen el vuelo alrededor de ellos.
La pintura tiene fondo naranja y ocupa la cara norte de un edificio en la subida de la calle Cummings. Cada uno de los retratos se levanta desde la vereda hasta el primer piso y mide de ancho lo mismo que el auto que tiene estacionado en frente. Lo pintaron Inti, La Robot de Madera y Chaquipunk, y es uno de los cientos de murales que dan color a la ciudad de Valparaíso.
Por la cantidad de obras en las paredes de la ciudad, por la cantidad de artistas locales, nacionales y del exterior que la eligen como residencia, por la historia que permanece en algunos rincones, Valparaíso es un lugar de referencia para los amantes del muro.
Las grandes pinturas en la vía pública en la ciudad portuaria tienen historia. Durante la década del ’60 se organizan Brigadas muralistas. Los artistas eran inspirados por el impulso vanguardista del impacto, la conciencia política, el arte para las masas, la rebelión. Así nació, por ejemplo, la Brigada Ramona Parra del Partido Comunista, fundada por Alejandro “Mono” González. El objetivo era acercar el arte a la gente y disputar el espacio político. Así ganó las elecciones Allende. Pintaban clandestinamente durante la noche, y como debían ser eficaces y rápidos era imprescindible la división de tareas y la especialización: un fileteador, un rellenador, un tasador. Lo que hacían estaba prohibido. Cargado de urgencia.
En ese marco nació también lo que hoy es el Museo a Cielo Abierto.
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Nueve figuras turquesas. Cinco figuras castañas. Cinco plateadas. Fondo mostaza. Ocupa un rectángulo de dos pisos. Pedazos que caen. Curvas agudas. Podrían ser las piezas desordenadas de un rompecabezas cuyas partes no encastran unas con otras, y que al juntarlas no forman nada.
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En el ´69 un grupo de alumnos de la Universidad Católica de Valparaíso tomó la iniciativa de convocar a artistas para hacer en el Cerro Bellavista un circuito de murales. Hacia el año ´73 llegaron a ser cerca de sesenta pinturas en el total del recorrido. Pero ese año la dictadura militar los prohibió y se taparon todas las obras, para que las paredes quedasen limpias. Iguales. Ordenadas.
Recién en la década del ’90 se restauraron algunas de las viejas pinturas y se convocó a nuevos artistas para que completasen el antiguo proyecto que hoy reúne cerca de veinte murales que hay que descubrir a la intemperie entre escaleras y puentes.
Es fácil encontrar el museo porque un cartel con letras de metal caladas anuncia la entrada sobre una pérgola en la calle Héctor Calvo. Cuando uno lo mira, lee “Museo a Cielo abierto”, precisamente sobre el cielo. Al bajar las escaleras que dan la bienvenida comienzan a aparecer las obras, una a la derecha, otra de frente, otra más abajo, doblando a la izquierda, otra más allá. Quien no haya ingresado por la pérgola, o no sepa que estar en esa zona de Bellavista es estar en un museo, podría no distinguir esas cuadras de grandes murales de tantas otras de la ciudad, igualmente ganadas por los colores.
Conviven en Valparaíso pinturas que forman un legado histórico con obras de artistas contemporáneos que plasman en las paredes lo que la ciudad tiene hoy para decir.
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De Brasil a Chile un mismo sistema nos oprime.
Apaga el televisor.
Deambular para flotar mejor.
Ciudad bonita quiero ser parte.
Valpolov.
¿Te invité yo a vivir aquí?
El día del ganado urbano. Bendito sea el rebaño obediente. 6:40 a.m Despertar. 8:30 a.m Trabajar. 12:00 a.m Comida basura. 16:50 p.m Consumir. 20:30 p.m Entretensión.
Namasté.
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Los géneros pictóricos son a la vez que flexibles, específicos. Predominan el mural, el grafiti y el tag, todos en diálogo con la cultura del street art y el cómic. Los artistas trabajan de manera individual, en pareja o en grupos que se hacen eco del trabajo colaborativo propio de las antiguas brigadas.
Y de la clandestinidad. Porque a la vez que existe un sentido de legitimación, en la medida en que hay festivales, concursos, subsidios, personas trabajando en esa dirección (arquitectos, urbanistas y artistas puestos a pensar y sentir la urbe), al mismo tiempo, existe también un carácter vandálico e ilegal. Hay lugares en los que no está pintar y, sin embargo, está repleto de pinturas. Cerro Alegre, por ejemplo, que es Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
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En Valparaíso, los muros están habitados por animales, monstruos, fantasmas, equecos, formas anárquicas. Ocupan la fachada de una casa, el lateral de un edificio, la ochava de la esquina. Se confunden con los yuyos de los baldíos, en la mugre del puerto, en las plazas. Nacen en las alcantarillas o en el cordón de la vereda. Suben las escaleras y copan las ventanas.
Como el fuego durante el último incendio. O como el miedo durante el último terremoto.
En una caminata por los cerros porteños, la impronta de Charquipunk, Inti, Cuelli Mangui, o la pareja Jecse y Cines no pasa desapercibida. Los dos últimos integran desde hace más de diez años el colectivo Un kolor distinto y son autores del proyecto Solsticios y Equinoccios: cuatro murales surrealistas en edificios de aproximadamente quince pisos, cada uno inspirado en una estación del año distinta, todos protagonizados por una pareja.
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Entre el hombre y la mujer brilla la vía láctea. Enfrentados uno al otro, se sostienen sobre una flor de loto en la que se funden sus extremidades. El ojo derecho de él ocupa el rostro de lado a lado. El ojo izquierdo de ella, también. La piel de la mujer es amarilla, los labios verde agua, y la lengua que sale a la altura de la oreja, roja. En su torso hay aves, hojas, ramas, flores, peces. Del torso de él, en cambio, surgen lianas, raíces y escamas. En la nuca le crece una cresta formada por bufónidos. A la altura de la cabeza se convierte en una corona de gajos similares a los de una flor de alcaucil. Ella también tiene gajos en la cabeza, pero los suyos se transforman en árboles. La primavera florece sobre un edificio de cincuenta metros de alto junto al Mercado Cardonal.
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Bajo el sol del mediodía, en la esquina de las calles Papudo y Concepción, Cuelli Mangui prepara rodillos y analiza la pared. La toca. Acaricia la pintura sucia y gastada, evalúa distancias, se aleja dos metros, observa, frunce el ceño, se vuelve a acercar. Es la entrada a una casona inglesa que funciona como tienda de artesanías, y a lo largo de la tarde, se transforma en una nueva sede de los seres reptilianos que obsesionan al pintor.
Cuelli Mangui nació en Orihuela, al sureste de España. Estudió Bellas Artes y cuando terminó la carrera, después de un viaje por México, se radicó en Valparaíso para dedicarse a hacer lo que más le gusta: pintar murales y hacer ilustraciones. Según él, cualquiera que haga muralismo o se apasione por el grafiti sabe que Valparaíso es un centro neurálgico.
Lleva decenas de murales hechos en los distintos cerros de la ciudad. Y si bien todos tratan temáticas diferentes, el rasgo distintivo son los seres reptilianos del inframundo, tal como él los llama. Primero, pinta manchas. Después, con aerosol negro hace el contorno que distingue una mancha de otra y los rasgos que la convierten en reptil. “La manchas son mi enfermedad y darle vida a esas manchas, el antídoto”, dice mientras blanquea la pared a la que luego le dará color.
Las pequeñas criaturas de Cuelli Mangui pueden adoptar la forma de un helicóptero, del humo, de montañas. Como si fuesen líquidas, las manchas que luego se convierten en seres, se adaptan a un contorno, a una estructura, a una idea. Cuelli Mangui explica: “Las manchas son como las nubes, tienen esa fuerza hipnótica que hace que puedas pasar horas mirándolas, y de a poco con la imaginación, ir dándole forma”.
En el piso hay latas de espray, tarros de pintura, pinceles, la mochila abierta, una botella de agua. La remera manga corta y la bermuda dejan ver los tatuajes: un ramo de flores, un perro, un faro. Y otros. Su pseudónimo nace de un personaje de cómic que inventó años atrás, aquel Cuelli Mangui tenía el cuello largo y robaba para vivir. Con el tiempo, el personaje se apoderó del autor: “ahora sí, vamos a cuellimanguear”, dice cuando considera que todo está listo para comenzar con las manchas.
Trabaja todos los días en el Paseo Atkinson, donde junto a otros artistas arman puestos para ofrecer cada uno sus obras. Se jacta de la vista panorámica que tiene el puesto al que llama “oficina”, y vende láminas de acuarelas o acrílicos sobre tela que protagonizan animales, siempre rodeados de las bestias con ojos de reptil.
Desde Atkinson se puede ver -además del mar y el centro de la ciudad- el mural que hizo en el lateral del edificio de la escuela de arquitectura. Es un tributo al Modulor de Le Corbusier en una fachada de ocho metros de alto que pintó en el 2015 junto al muralista Saycodelic: dos figuras humanas espejadas con un brazo en alto. Sólo el contorno es antropomórfico, las siluetas por dentro tienen otras imágenes. La de la izquierda contiene triángulos, rombos y diamantes. La de la derecha, seres del inframundo.
En Valparaíso, los muros de contención de las construcciones (por expandirse sobre colinas y por las características sísmicas del terreno) hacen que la ciudad tenga, en algún sentido, una predisposición arquitectónica para que los murales se luzcan.
¿Pero eso es todo?
¿De dónde sale la pulsión por dejar una huella?
Después de siete horas pintando, Cuelli Mangui firma a pocos centímetros del suelo con un esténcil.
CUELLI
MANGUI
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Es de noche. Desde la terraza del bar The Clinic se ven apenas iluminadas las calles, la Plaza Aníbal Pinto, la cúpula de la iglesia luterana. El cielo es negro, y entonces el océano es negro. Pero entreuno y otro, los cerros de Valparaíso interrumpen la penumbra con millones de lucecitas anaranjadas titilantes. La oscuridad asemeja esta ciudad a otras con menos despliegue cromático.
A lo lejos, Viña del Mar cabe en la palma de una mano. Reñaca, en la palma de la otra.
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En la calle Serrano, sobre una pared sin puertas ni ventanas, amanece un cielo de látex color fucsia. Miles de seres reptilianos, unos sobre otros, enredados y superpuestos dan forma a la Cordillera.
Manchas amorfas convertidas en animales son el cuerpo de veinticinco montañas de cimas nevadas. Manchas marrones, grises y verdes de lenguas bífidas aguardan a la sombra en la ladera izquierda de cada cerro. Entran por el este los rayos de luz blanca que iluminan de manera perpendicular las elevaciones. En la ladera derecha se despiertan manchas encandiladas y venenosas, anaranjadas, amarillas y carmesí. Como esa hora de la mañana, antes de que el sol cruce Los Andes.
Me ha maravillado todo cuanto he leído era como si me sintiera dentro de ese maravilloso mundo , gracias
Gracias a vos, María Victoria. Un mérito de nuestra colaboradora Marianela Jiménez: escribe tan bien que consigue que parezca que estás allá. ¡Saludos!